Tenía ojos achinados, el pelo trinche de ese bien negro, regordete, la mirada vivaracha y risa contagiosa que enternecían al verlo; una pesada mochila de lona repleta de cuadernos y libros. Así recuerdo a Lenin a sus ocho años rebosante de harta energía.
Le conocí cuando daba clases de cómputo en el colegio Pitágoras, era uno de mis alumnos de tercer grado.

Durante los recreos nos cruzamos varias veces en el kiosco, comprando caramelos, chupetines, bombones y toda la artillería inimaginable de golosinas para engreír los paladares infantes. En unas ocasiones pedía cincuenta centavos:
—Señorita, ¿Tiene una china, para prestarme? — decía con una sonrisa de oreja a oreja mientras ladeaba su pequeña cabeza y de mi bolsillo salía una moneda.

Su hermano mayor se llamaba Mario, era alumno del quinto grado. Más reservado y serio, con el pelo engominado y la raya al costado que le hacía parecer un adulto en un cuerpo de niño. Juntos hacían el camino a casa después de la escuela, Lenin buscando trepar por donde fuera posible y Mario reprendiéndolo en los primeros minutos para después correr y dejarlo atrás.

La madre de ambos era instructora de manejo en el Touring de Lurin, una mujer cariñosa con sus hijos y sobre todo, con buen humor. Del padre se decía que era jockey y alquilaba ponis para pasear a niños en el parque zonal Huáscar; sería por eso que Lenin y Mario montaban caballo muy bien y no hacían ascos al momento de fustigar a las mascotas.

En esos años era maestra por horas e iba dos veces a la semana por las mañana al Pitágoras para enseñar a niños de primaria y secundaria, preparaba los exámenes y de vez en cuando asistía a los paseos que organizaba la promotora.

Tiempo después me entere que la madre de Lenin tuvo un accidente entrenando; ello puso serio a Lenin y dejo de jugar al futbol en un conocido club. Para ayudarla, estuvo más tiempo en casa. Deje de ser maestra del Pitoras pero cuando veo en los buses y por la calle a los niños que van junto a sus hermanos recuerdo a Lenin.