Siempre soñé con ser distinto, y de hecho creo que lo soy – por suerte –, sin embargo aún no sé cuan diferente soy.
Mi abuela tenía un gran espejo en su casa, frente a el yo pasaba horas y horas mirándome descubriendo y enamorándome de cada parte especial de mi cuerpo.
Mi primo dijo una vez que jugáramos a un nuevo juego, yo debía ser lo que mi hermana. Él la pasó bien, yo... yo, creo que también...
Recuerdo de tercer año de secundaria. La profesora de biología hablaba de los genes, y en una revista la teoría más revolucionaria decía que era cosa de la genética lo mío.
Nunca olvidaré, varios años antes, el reto de mi vecino, padre de mi compañera de juegos: “¡No lo vuelvas a hacer!”, de allí en adelante no volvimos a jugar al papá y la mamá.
Al final la culpa es de mi madre, si no fuera por su insistencia a que secara los platos todas las tardes después de almorzar yo no me hubiese colgado viendo la tele, sus telenovelas y el bendito “Utilísima” con sus técnicas de “bricolage” y por el contrario hoy no me la pasaría deseando tener un momento libre para escribir una nueva historia o hacer con mis manos un arte para usar.