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El amor y la locura

Karina Suárez está sentada junto a la ventana de su habitación. De ahí contempla la belleza del Titicaca. Pero sus ojos negros están empapados en lágrimas. Su alma se sumerge aún más en la congoja cuando columbra el muelle, y piensa que aquellos bellos momentos vividos ya no volverán más. Ella sufre por una decepción que le salió al encuentro. Su corazón llora sangre porque ha sido destrozado sin piedad. Hace dos días se le veía alegre y llena de ilusiones; ahora, todo es tinieblas para ella, y cree que ha llegado el fin del mundo. Tal martirio le ha ocasionado Luis Mesacuadra, estudiante de Arquitectura. Ayer han terminado definitivamente. Ella no quiere reconocer esa decisión.

Gime, llora y maldice la muchacha. «Sin él ya no tiene sentido vivir; para qué más…; quiero acabar con esta vida», murmura mientras mira de soslayo el revólver que está en la mesa y que ella misma ha traído no sé de dónde, después de tomar el desayuno.

A Luis Mesacuadra conoció en la Universidad, exactamente en la Facultad de Arquitectura, hace un año atrás. Una amiga le presentó. Ella, desde el primer momento, se fijó en él. Y, después de un mes, en los cumpleaños de la misma amiga, formalizaron su compromiso. No obstante, llevaron una vida relativamente armoniosa.

Karina ha amado con toda su alma, mientras Luis correspondía con altibajos. Ella sentía –como quien dice– un amor verdadero. Nunca había amado a otro como a Luis. Era el hombre de su vida. Pero este muchacho no se merecía tan sublime amor, porque ignoraba el significado de esa dulce palabra, y, desde luego, no sabía amar. Por Karina sólo sentía atracción física, y buscaba, con bastante astucia, pasar momentos placenteros.

Luis llevaba una vida infausta: Asiduamente se dirigía a “La Clínica”, donde bebía con otros amigos suyos; frecuentaba a los clubes nocturnos; fumaba marihuana; hasta, en una ocasión, fue arrestado por una presunta violación de una muchacha en las inmediaciones del barrio Llavini…; en fin, su vida no tenía nombre. En cambio, Karina era la antagónica de Luis. Ella siempre andaba con sus libros, y se le veía leyendo, sentada a la mesa, en la biblioteca de su facultad como en la Central. Su autor preferido era Flaubert…

Pero, ¿cómo podía amar una muchacha culta a un mediocre? Bueno, dicen que el amor es ciego. La verdad es que ella amaba con locura a Luis.

Así ha pasado un año y algunos meses más, hasta que ayer han roto esos lazos de amor. Luis le ha dicho que fue un gusto haber compartido todo un año, ya no quiero saber nada contigo, ahora me voy, y, en efecto, se ha marchado ingratamente. Karina, agarrándose de la casaca, le suplicaba llorando: «Te perdono todo, pero no me dejes». Mas Luis, casi empujándola, se ha largado.

¡Ay, pobre niña!, cómo veía todo perdido, caerse el mundo, eclipsarse el sol, temblar la tierra, en fin, quería lanzarse al lago para deshacer su desdichada vida.

Karina sigue sentada, con la mirada puesta en el Titicaca: Varios veleros están surcando en sus aguas… Un profundo silencio reina en su habitación. Ahí, en el armario, están sus libros… Ha tomado la decisión como un soldado valiente. Empuña el revólver que en silencio ha escuchado sus meditaciones, y se apunta en la frente. Su diestra que está sujetando el arma tiembla. Cierra los ojos y presiona el gatillo. Brama el mecanismo del revólver… No hay nada que hacer; todo está consumado… La mujer enamorada es capaz de cualquier cosa, y Karina lo ha demostrado.

La señora Julia entra en la habitación de la hija. ¡Ay, qué susto se va llevar la pobre madre! Pero ella, toda valiente, vocifera: « ¡Santo cielo!... ¿Karina, hija, qué haces con ese revólver? «Maldita sea la hora que esta porquería estaba sin balas», profiere la hija, y arroja el arma al piso, y concluye antes que la madre hable: «Comprendo por qué no tenía balas; porque así quiso el destino, y también entiendo que ha sido una locura irracional». Madre e hija se abrazan y lloran sigilosamente. «Nunca, mamá, volveré a hacer semejante barbaridad. Suicidarse es cosa de dementes que actúan sin usar la razón. ¿Yo matarme? ¡Nunca!», reflexiona Karina sin pelos en la lengua, y añade para sus adentros: «Y menos por un imbécil que no sabe dónde está parado».






Texto agregado el 17-08-2004, y leído por 192 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-08-2004 Buena narración. libelula
 
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