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Cuando la conocí, parecía una mujer común y corriente. nada parecía indicar que mi vecina, la dulce mujer de Oriente tenía algo interesante que contar o más bien mostrar.
Esa mañana, el supermercado estaba lleno y en ese instante, ella se posó frente a mi en la fila de la caja. A medida que avanzábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las miradas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, que por lo general realizan las ancianas, lanzando miradas delatadoras de envidia sobre los esbeltos cuerpos ávidos de juventud de otras jóvenes mujeres milagrosamente preciosas, ante la vista de los demás. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro particular tal vez no produce mayor interés; pero su propia personalidad, constituye en sí mismas un espectáculo aun mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno de esos amigos solteros que disfrutan de las curvas femeninas.
Cuando tocó su turno, la “chica del piso de arriba”, como la llamaba hasta entonces, parecía tener problemas con su tarjeta de compras, mientras la cajera le explicaba que no tenía cupo, ni siquiera frunció el ceño por aquella mala pasada, ni desformó su bella postura imponente, parece que realmente, hiciera lo que hiciera, se encontraba actuando ante un escenario muy peculiar como es la vida. Fue entonces cuando entre en acción.
Disculpe señorita, yo pagaré su cuenta si me lo permite, le dije un tanto nervioso pero procurando parecer un galán. Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje.
Allí fue donde por primera vez nos examinamos con simpatía, con dulce solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades.
¡Muchas gracias, querido!, ¿eres el hombre del piso de abajo, no es así? ¿Te parece si te invito a un café y de paso saldamos las cuentas? Me dijo con un tono de seguridad, digno de derrumbar hasta el muro más impenetrante. Y así sin más, ante las miradas atónitas de las ancianas de atrás, nos retiramos a su apartamento para poder charlar.
Hablamos largamente. A la hora y media tuvo que preparar más café para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan real que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi “vecinos de toda la vida”. Decidí tirarme a fondo.
Le pregunte a que se dedicaba, pues la veía salir puntualmente a las 10 en punto cada noche, con un largo abrigo negro que la hacía lucir aún más esbelta de lo que era.
Me contó que bailaba la “danza del vientre” en el local que quedaba a dos calles de nuestros respectivos apartamentos, en ese momento no lo podía creer, ¿Era el mismo “Moizefahlá” al que yo asistía con mi tropa de amigos solterones cada noche? Me quedé callado por un segundo. Solo me dedique a escuchar.
Cada relato que ella me contaba, calzaba perfecto con aquella sexy mujer, estrella de mis sueños, la misma que yo visitaba cada noche en el local para verla bailar de forma tan magistral. Más bien para mi ella era mi obsesión. tal ves era ella o tal vez no.
Sus ojos eran hermosos, parecían dos almendras mezcladas con una dulce miel, Por primera vez no pude sostener la mirada.
Le dije que estaba un poco retrasado, pues me juntaría con unos amigos a las 12 y media, como de costumbre, pero no le dije que nuestra rutina giraba en torno al “Moizefahlá”, cada noche, guarde silencio. Le agradecí por la amena tarde, o más bien casi noche, y le pedí vernos al día siguiente. Ella dulcemente aceptó, así es que bajé corriendo las escaleras, y muy emocionado me dirigí a mi cuarto como de costumbre, para ponerme mi mejor traje, especialmente hoy.
Allí estábamos los seis machos (pero tristemente solteros casi patéticos) como cada noche, buscando diversión y una mujer con quien pasar las horas.
Mientras nos dispersamos, me dirigí, como siempre a mi puesto habitual del centro, ni muy adelante ni muy atrás, tal vez era por mi inseguridad, pues muchas veces mi estrella bella, caminaba entre la muchedumbre y escogía a un hombre para acariciar y excitar hasta que su dinero no diera más. Me divierte ver lo ávida que es para el arte de la seducción, siempre deja en banca rota a quien escoja en cada show.
Allí estaba sentado, esperando que ella apareciera en el suntuoso escenario.
Cuando apareció, quedé deslumbrado ante tanta belleza, cada movimiento de su cuerpo parecía estar particularmente dedicado a mi esa noche, luego de variados movimientos y suaves desprendimientos de finas sedas sobre su cuerpo, bajó del escenario, sacó el velo que cubría su rostro y me pareció aún más hermosa que aquella vez, cuando la vi bailar por vez primera.
Mientras habría camino entre cada mesa, pensé: Es ella, no hay duda alguna, “la chica del piso de arriba” era majestuosa, esbelta, deliberadamente hermosa.
Cuando llegó a mi mesa, se acercó. Con un rápido y sensual movimiento me besó. Quede pasmado, sin respiro. Nunca antes sentí tantas emociones juntas como en aquel instante, pareciera que aquel inesperado beso duró solo un segundo y pensar que la espera por solo verla fue una eternidad.
Tardó tanto en llegar hacía mi y de pronto, casi como un abrir y cerrar de ojos, desapareció de mi lado. Se había ido.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o un bar. De pronto aceptó.
Levantó la cabeza y ahora sí me miró averiguando mucho más sobre mí, tratando de llegar a un diagnóstico más profundo que el del show de cada noche y esa noche en especial.
Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, y empezó una lenta y convencida caricia.
A mi lado ella respiraba. Y era una respiración afanosa.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó cada espacio de mi rostro.
Esa noche la bailarina bailó para mí, en el “Moizefahlá”, después de unas copas lo hizo en el bar, luego en mí apartamento y finalmente bailó, bailó, bailó hasta no dar más.
Desde entonces, danza solo para mí. Y nuestras soledades se unieron hasta no separarse jamás.
De un detalle me enteré solo hoy: ella siempre supo que era yo, quien cada noche asistió a sus espectáculos. También ella por mí se obsesionó, después de todo no solo era solo yo.


Texto agregado el 17-08-2004, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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