Hace tiempos que no lloraba, él estaba sentado en la cama, solo; había apagado su computador, única compañía que hacía más llevaderos los días. Comenzó, entonces, a pensar en el remoto sentimiento de soledad que lo inundaba, estiraba una mano esperando a que alguien se la agarrara, pero no, solo sentía el ligero aire frío de aquellas cuatro paredes y el calor de sus lágrimas resbalando por su rostro.

Un amor, un amor, un amor que quizás no aparezca.
Una vocación, una vocación, una vocación que lo revive.
Un adiós, un adiós, un adiós que pronto dirá.

Resulta irónico el hecho de sentirse solo y tener al otro lado de la pared a la familia, y es que se había cerrado a cualquier posibilidad de compañía familiar después de haber creído que era alguien muy sociable, se dio cuenta del gran pantallazo que era, jamás se había sentido tan descubierto como hasta ese momento; contemplaba fijamente un imagen en la pared que le recordaba “el ser maestro” “un Jesús rodeado de niños” y trato de alentarse de nuevo esperando encontrar algún día en la docencia el equilibrio emocional que tanto esperaba.

Apago las luces, se dejó caer en la cama y el peso de sus ojos pudo más que su nostalgia.