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LOS CUATRO MUERTOS

Por diversos motivos, una mañana fría de junio decidí que ya era hora de mudarme de barrio. Creo, si la memoria no me falla, que una de las razones más fuertes de aquella terminante resolución que tomé, fue el ferviente deseo de alejarme para siempre de la indiscreción de mis vecinos, a los cuales por fin abandonaba. El amor no correspondido de una mujer también figuraba entre aquellas razones, pero no era la más fuerte.
Luego de andar dando vueltas varios días y fijándome en los avisos clasificados de los diarios, buscando un nuevo refugio para mi paradero, finalmente tropecé con un departamento prometedor y barato ubicado en las orillas de la ciudad.
De entrada no más, el ambiente me cayó bien; por lo menos a primera vista parecía tranquilo, y con el barullo que hacen los niños pensaba que no iba a ver mayores problemas dado que al frente del edificio, a unos más o menos cincuenta metros de distancia, se encontraba un descampado que hacía las veces de canchita de fútbol, y a la vuelta del departamento, en la otra cuadra, había una plaza con juegos infantiles, un tobogán, una hamaca, que, si bien algo deteriorados, por lo menos podían mantener alejados y entretenidos a los pequeños revoltosos.
En fin, decidí instalarme en el lugar, y pasados unos días, luego de acomodar las pocas cosas que cargaba conmigo, salí de mi nueva guarida con el objetivo de despabilarme un poco con aire fresco. Era cerca del mediodía y se podía observar tranquilamente desde el zaguán del monoblock, un almacén con sus paredes azules algo despintadas y lleno de gente haciendo sus compras; a lo lejos unos chicos pateaban una pelota y señoras que iban y venían con sus bolsas de hacer las compras. Unos insoportables perros de toda calaña merodeaban y ladraban no sé a qué ni a quién…en fin, era el mismo panorama de todos los barrios a esa hora. Ya me estaba arrepintiendo de la decisión tomada, lidiar con eso de nuevo…no. Sentía que me había equivocado en mi primera impresión, porque realmente no era muy seductor el ambiente. Pero ya estaba ahí, ya había adelantado el dinero del alquiler y nada podía hacer a pesar de mi desilusión.
Con el correr de los días, involuntariamente, y más por cortesía que por otra cosa, logré relacionarme con algunos vecinos, con los más cercanos a mi departamento. A fuerza de ser sincero en mis apreciaciones y duro tal vez en mis conceptos, me pareció gente baja y vulgar, compadrita, ducha en habladurías y en entrometerse en lo que no le importaba. Recuerdo que don Lirio Díaz era el que más se destacaba entre esa canallada; era el modelo perfecto de esos viejitos que desde que consiguieron la jubilación, y tal vez guiados por eso mismo, se entregan sin resistencia alguna a la inactividad y el aburrimiento. No hacía otra cosa más que pasarse los días leyendo el diario al derecho y al revés y tomando mates en la puerta de su departamento, ubicación que le permitía estudiar y analizar sin descaro los movimientos de los demás vecinos. Quizás porque en su pasado, como luego me lo contó, había sido peluquero, mantenía en su haber personal la relativa fama de ser un habilidoso conversador, a la vez que un gran mentiroso, como yo mismo lo pude comprobar después.
De todos modos, y lejos de los prejuicios que orientaban mis reflexiones, yo disfrutaba de la indiscreción de don Lirio. Me contaba chismes jugosos y picantes en los que estaban involucrados todos los vecinos no sólo del edificio, sino de todo el barrio. Nadie lograba salvarse de su lengua filosa, y nada se le escapaba. Por él fue que me enteré de cosas increíbles que le sucedieron a la gente que me rodeaba, y también me inmiscuí, desvergonzadamente, en la privacidad del consorcio. Luego de conversar media hora con don Lirio, uno ya no miraba con los mismos ojos a las personas. Metidas de cuernos, berretines, mocosos ladrones baratos de la zona, los llamados “zogueros”, fulerías en la quiniela clandestina, que, ya que estamos y por qué no decirlo, más de una vez me salvó y me sacó de la mishiadura más penosa, en fin…todos eran algunos de los temas con que don Lirio pasaba sus días averiguando la vida de los demás. Qué le habrá dicho sobre mí a los demás vecinos es algo que nunca lo sabré; porque imagino que para su lengua yo no tenía coronita, y así como hablaba de los demás también habrá hablado de mí. Pero bueno, así era don Lirio, el único “amigo” que había logrado en un mes viviendo en el barrio.
Y en una de las interminables tardes en las que nos pasábamos con don Lirio dale y dale al mate y a la lengua en mi departamento, se me ocurrió preguntarle así como quien pregunta algo, el motivo por el cual el departamento del frente se encontraba abandonado, vacío. Imaginen ustedes; el departamento sobre el cual yo preguntaba a don Lirio estaba justo frente al mío; tenía la puerta de madera agujereada y por esos agujeros se podía ver el abandono y la mugre que se iba juntando adentro, pues, no faltaba la vecina gordita y perezosa que por no bajar las escaleras alimentaba su ociosidad tirando su bolsa de basura en el departamento abandonado, haciendo el festín de cucarachas y ratas. Jamás pude darle la cana en el momento justo en que tiraban la bolsa, sino…Como dije al principio, esta actitud me daba la pauta para calificar a la mayoría de mis vecinos como gente baja sin ningún principio cívico ni ético que permitan una convivencia armoniosa, al menos que uno se les una y deje de renegar, pero convengamos que nada costaba bajar las escaleras y dejar la bolsa de basura en el lugar donde correspondía. En fin, volvamos a don Lirio. Entonces, cuando le pregunté sobre el departamento yo pensé que me iba a responder cualquier cosa sin importancia, pero no, el viejo, concentrado en cebar un mate y sin levantar la mirada, respondió. “Es por los cuatro changos que encontramos muertos hace un par de años…para esta época fue, me acuerdo.”
Dándose cuenta que mis ojos lo miraban exigiendo más detalles de lo que acababa de decir, don Lirio, medio quejándose con gestos que desfiguraban su rostro, evidenciando el cansancio de tener que contar otra vez la misma historia, se acomodó lo mejor que pudo en la silla, y dio rienda suelta, una vez más, a su inmensa imaginación de jubilado sin nada que hacer.

“Fue una mañana fría de un sábado cuando con mi esposa nos dimos cuenta que el mal olor provenía de afuera…para ser más preciso y rápido en esto, del departamento ése –señaló con el mentón el departamento del frente, el que estaba abandonado-. Entonces, junto con otros vecinos, decidimos dejar de lado los comentarios inútiles y hacer algo; por lo pronto, decidimos entrar al departamento. El panorama con el que nos encontramos te lo juro que nunca antes lo había visto. Era de terror. Realmente espantoso. Espantoso y maloliente. Eran cuatro muchachos que estaban tirados en el piso, muertos, con sus cuerpos fríos y amoratados, boquiabiertos y lo que más me dejó pensando, estaban con los ojos cómo te diría, abiertos, desorbitados, como si antes de morir hubieran visto no sé…a algo o a alguien.
Naturalmente, seguimos los pasos que las autoridades indican en esos casos. Mientras que un grupo de vecinos daba aviso a la policía, otro trataba de alejarse del lugar para no quedar como testigos, a la vez que otro grupo, el más concurrido, estiraba el cogote y se ponía en puntas de pié para poder observar mejor la escena del supuesto crimen, abarrotando la puerta del departamento. Como yo había sido uno de los que había entrado primero, me quedé dentro del piso, cuidando que nadie tocara nada. Ya había tapado los cuerpos con hojas de diario. Lo que sucede, querido, es que en realidad me puse a buscar rastros que me puedan explicar más o menos lo que había ocurrido en ese lugar…y no encontré nada, eso es lo raro. Por ejemplo, no había ni una gota de sangre por ningún lado; lo único que había, y por entero, desparramadas, eran varias cajas de vino y botellas de whisky o ginebra, creo. Un dato, las cajas de vino estaban todas liquidadas, las botellas de whisky, en cambio, estaban hasta la mitad, más o menos. Je, parece que a los muchachos les gustaba más el vino que otra cosa. También había por el piso, diseminadas, cartas, naipes, y pedazos de vidrio, que después supimos eran de botellas y de un espejo que estaba en el baño.
Después que pude observar todo aquello, y confieso que con algo de miedo, me acerqué más detenidamente a los cuerpos sin vida de esos muchachos. Mire, compañero, yo que anduve mucho en esta vida y algo conozco de sus cosas, juro que jamás vi esas miradas en cadáveres. Eran miradas de asombro, de espanto…y ahí saqué mi primera conclusión: algo habían visto esos cuatro muchachos antes de morir que los paralizó y no les dio tiempo a nada. Qué se le va a hacer. No eran muchachos de la zona, nunca los habíamos visto por acá. La policía después nos informó que eran de Floresta.
Debo reconocer que mi curiosidad a veces no me deja respirar, y más aún cuando me enfrento con hechos que no me cuadran, como éste que te estoy contando, que salen de lo normal. El hallazgo de los cuerpos sin vida de esos muchachos era un misterio que me tenía mal, día y noche, y no me dejaba tranquilo. Presentía que a la policía también le debía sucede lo mismo, puesto que pasaban los días y no podían dar con pistas firmes que aclaren un poco lo sucedido.
Pasados un mes y medio más o menos de los hechos, me animé y comencé a buscar por mi propia cuenta datos, indicios, pistas, algo que me dijera más sobre esos cuatro pibes. Lo primero que hice fue agarrar mi bicicleta y llegarme hasta Floresta, tratando de encontrar amigos, parientes o lo que sea de esos muchachos, y que me digan de sus gustos, de sus vidas, el por qué habían ido esa noche hacia Barrio Oeste a festejar vaya a saber qué cosa, en fin, varias cosas se podían averiguar en el barrio sobre ellos. Y de ese modo, jugando al detective, y por supuesto luego de varias conversaciones, discusiones, lamentos, llegué a varias conclusiones, que, por lo menos para mí, esclarecen lo acontecido aquella noche. Te la voy a contar a vos, a las conclusiones digo, porque te digo que me las guardo sólo para aquellos que deseen escucharlas con mucho respeto, porque resulta totalmente al vicio contárselas a la policía o a otros incrédulos peores que andan por ahí, que como sabrás son incapaces de tomar en serio todo lo que no se les presenta como obvio o como dato palpable de la realidad.”

A esa altura de la charla, bah, charla no, monólogo de don Lirio, íntimamente me preguntaba qué hacía ahí escuchando a un pobre jubilado una historia que tal vez todo sea invento de él; habrá sido porque no tendría mejores cosas que hacer en esos momentos. Pero, a pesar de todo, una flaca inquietud me llevaba a querer saber el desenlace de la historia que narraba don Lirio. Los cigarrillos y el mate eran los compañeros perfectos de aquella tarde.

“Según lo que pude averiguar –decía don Lirio-, Rubén Córdoba, como luego me enteré se llamaba uno de los muchachos, era el encargado de que las bebidas no faltasen esa noche de fiesta, trágica desde luego. Así que un día antes de la reunión, se dio maña y como pudo logró juntar, por primera vez en su vida, y no me preguntés cómo, una buena cantidad de plata, y antes de que cayera la oración se dirigió muy dichoso a cumplir con su misión al almacén del Rengo Sanabria. Allí compró dos ginebras, diez cajas de vino y una botella de whisky. Ese fue el resultado de su compra. Lo que pasaba ese día era que él cumplía años, veinticinco, así que todo lo tuvo que pagar de su casimba.”
- ¿De su “casimba”?
- ¡De su billetera, hombre!
- Ah…siga, siga…- Parecía que don Lirio se enojaba si uno le interrumpía su relato.

“El Cachorro Velárdez, un muchacho bueno, voluntarioso, pero que no le llegaba bien el agua al tanque, estaba destinado a conseguir la grata presencia femenina esa noche; habló con algunas minitas del barrio, hasta con un par de primas, pero su eterna timidez e inexperiencia en el trato con mujeres lo traicionaron en medio de su búsqueda al no lograr convencerlas de que concurriesen a la fiesta, y no tuvo mejor idea, ¡pobre Cachorro!, para no caer con las manos vacías a la reunión, que reemplazarlas por un par de mazos de naipes, que él mismo compró con plata de su bolsillo.”

Don Lirio estaba ensimismado en su relato; parecía que estaba leyendo una hoja de diario invisible en el aire todo lo que contaba; además, lo hacía de una manera convincente, como si él mismo hubiera estado presente no sólo en la fiesta de esa noche de la tragedia, sino en los preparativos de la misma, aparte de conocer de primera mano la vida y obra de los muchachos muertos. Contaba su relato gesticulando, moviendo el cuerpo, haciendo ademanes con sus manos cuando correspondía exagerar alguna situación, todo lo cual contribuía a darle cierto interés y veracidad a lo que narraba, o por lo menos lo intentaba y bien. En fin; si había alguien que estaba convencido de lo que él contaba, era él mismo. Y así prosiguió:

“El Chino Velárdez, primo del Cachorro, y mucho más despierto que aquel, tuvo que meterse en varios líos para poder dar finalmente con el lugar, que es ése departamento (estirando su quijada, señalaba el departamento del frente), donde se llevaría a cabo la reunión. El departamento pertenecía a su abuelo, quien le había prestado con la condición de que lo limpiara y para que viva el Chino un tiempo ahí, hasta que lograse alquilarlo a alguien, pero estaba deshabitado desde hacía mucho tiempo, hasta que llegaron los muchachos y con ellos la tragedia.
El cuarto invitado al desvelo era el Gringo Padilla, portador de un gran lomo que sabía utilizar con envidiable destreza y demasiada frecuencia en los encontronazos con las barriadas enemigas. El Gringo se había ganado en buena ley la temible reputación en el barrio y alrededores, de ser el único pesado en serio capaz de matar con su mirada y sólo con su mirada. El que caía en desgracia según su parecer, era fulminado con su penetrante mirada, y si ésta fallaba, te molía a piñas lo mismo. Dicen que el Gringo posee, poseía bah, un poder extraordinario que venía vaya a saber de dónde. Sin embargo, hay quienes refutan esos supuestos poderes del Gringo, diciendo que lo de la mirada tiene más ingrediente de mito que de realidad, y que todo se debe a las habladurías y chismes que se corrían de boca en boca por el vecindario, ayudado por el silencio cómplice del Gringo, quien, además, tenía el incomprensible berretín de creerse brujo o algo por el estilo, y era por esa razón que muchas veces se le antojaba andar cargando en los bolsillos de su pantalón unas extrañas hojitas verdes que luego de ser masticadas, lo transportaban misteriosamente a otros mundos, como el mismo Gringo decía y que luego describía con una lucidez sorprendente, pero que nadie entendía.”

A esta altura del relato, que de a poco iba tornándose fantástico, yo no sabía, por mis adentros, si reírme de mí mismo, por estar prestando oído a semejante desatino y a la vez perdiendo un valioso tiempo, o considerar a don Lirio como un viejo chiflado. No aguanté y lo interrumpí una vez más.
- Un momento, don Lirio, rebobinemos. ¿Usted me está diciendo que ese tal Gringo era una especie de brujo y que era capaz de matar sólo con mirarlo a uno?
- Exactamente- , aseveró don Lirio.
- Mire usted… ¿Y usted cómo lo sabe, o lo supo?
- Porque me tomé el trabajo de averiguarlo, en el barrio y en otros lugares por donde sabían andar esos pobres muchachos.
- Ajá…; y ahí le contaron todo eso a usted…
- Más o menos, en parte sí y en parte no. Yo me tomé el trabajo de relacionar todo lo que me contaban, pero te aseguro que todo es cierto. ¿Sigo?
- Si, por supuesto.- Me resigné a seguir escuchando.

“A las doce de la noche a los muchachos les pareció una hora prudente para dar comienzo a la joda; y a la hora de partir fue el Cachorro el que se llevó los primeros reniegos y maldiciones, y todo porque no pudo conseguir unas minitas “pa que amenicen la noche junto a los muchachos.”
De todos modos, la reunión ya estaba pactada, y por nada del mundo se iba a suspender, por más mujeres que falten. Una vez que llegaron al barrio de las torres petisas, como llaman al nuestro algunos periodistas insoportables, se encontraron con un silencio de cementerio, y sólo la luz de la luna ayudaba a ver un poquito más. Tras pasar la prueba de los ladridos de los perros, llegaron al edificio. Un fuerte y seco empujón del Gringo (y no una fuerte mirada, como anda circulando en otra versión de los hechos) bastó para que la puerta del departamento cediera al instante. Yo, la verdad, no sentí nada esa noche.
En forma desordenada, acorde a sus temperamentos, los invasores se fueron ubicando en las escasas comodidades que tenía la habitación. Un par de sillas algo desvencijadas, dos cajones de frutas, unos baldes de pintura y una mesa tambaleante de madera, era todo el mobiliario de la pieza. Mientras tanto, los vecinos, o sea nosotros, seguíamos enredados en las entrañas más profundas de nuestros sueños.
En esa noche de fuerte beberaje se habló de los más diversos temas, hasta de los que nada se sabía, como suele ocurrir en las reuniones de amigos. Se habló, por ejemplo, de mujeres que no estaban pero que, sin embargo, no se extrañaban; elogios para el lugar elegido; la mala campaña de San Martín en el Nacional; sorpresa por la supuesta sordera de los habitantes de todo el monoblock, en fin, éstos y otros temas propios de la juventud de los presentes; si hasta hubo un momento, evidentemente causado por el consumo desenfrenad0 de vino barato, en que el Chino se animó y cargó con un par de tangos, que hasta el día de hoy nadie sabe explicar dónde los pudo haber aprendido, porque todos los consultados aseguran que el Chino era más afecto a la cumbia que al ritmo del dos por cuatro. En fin.
A medida que transcurrían las horas, los muchachos poco a poco iban enmudeciendo, tal vez porque los temas de charla se gastaban rápidamente y no lastimaban ni traían consecuencias; o por la irresistible acción del alcohol consumido, que los iba atontando lentamente. Pero fue justo en ese instante de sosiego, donde el Cachorro intentó reivindicarse con sus amigos con la idea de abrir el mazo de naipes y proponer el juego. Ese fue el comienzo del fin.”

Fue también en ese lapso del monólogo, en que don Lirio hizo una pausa para ir al baño. Yo estaba con ganas de preguntarle un montón de cosas, todas por supuesto referidas a lo que me estaba contando, que ciertamente dejaba más dudas que certezas. Pero no me animaba a hacerlo; no me atreví a interrumpirlo pero no porque a él le molestase que lo haga, sino por temor propio de hacerlo quedar mal, en ridículo delante mío, por la vergüenza ajena, si es que esto existe, de descubrir en el interior de su más profunda conciencia los rasgos propios de una persona fabuladora y charlatana. Así que lo dejé seguir con su relato. Volvió del baño, se volvió a sentar, cruzó sus piernas y continuó de la siguiente manera:

“El truco, como no podía ser de otra manera, fue el juego elegido por todos; y las parejas seleccionadas al azar, a los que les tocaban los dos primeros reyes, fueron: el Gringo y el Cachorro contra el binomio Rubén-Chino.
Y jugando al truco estuvieron casi como dos horas; riéndose, puteando, retruqueando, intentando versos pavos que rimen con flor, por ejemplo, el que le dijo Rubén mirándolo justamente al Gringo, que si bien no fue de los mejores, sí constituyó un acto de provocación que el Gringo no habría de olvidar y que luego haría explosión; dijo Rubén: “Pintor que pintó la luna, pintó la luna y el sol; pintó a tu mujer en bolas, y en cada teta una flor.” El Gringo sólo sonreía…de los cuatro, él era el único casado.
A las casi tres horas de juego continuado de truco y de consumo violento de vino puro mezclado con ginebra y whisky, el frío y el silencio intenso de la noche, fueron haciendo que el Gringo engranara su carácter y su mirada. Iba perdiendo unos veinte pesos, una fortuna para cualquiera de esos muchachos, y su instinto, que jamás fallaba, le indicaba que el único culpable de semejante catástrofe para su bolsillo, estaba sentado frente suyo, su compañero de juego, el Cachorro, quien parecía que esa noche había sido parido por la yeta; por ejemplo, se iba de boca y sin pelos en la lengua aceptaba todo convite que le ofrecía el otro par de jugadores, sin esperar el consejo ni las señales del Gringo, que ya estaba rojo de bronca. La jugada que terminó colmando su paciencia fue una falta envido, bien empezada la mano, gritada por el mismo Cachorro. Los veintiuno que tenía en la mano eran realmente insuficientes, escasos, a la hora de compararlos con los treinta que a la izquierda del Gringo gritaba el Chino.
Fue esa mala jugada la que logró convencer por fin al Gringo de que todos estaban prendidos en contra suya, que había un acuerdo espurio entre sus amigos para sacarle la plata, y esa sospecha rompió su paciencia, y sin siquiera imaginar que sus supuestos poderes ópticos iban a entrar en funcionamiento, lanzó una fulminante mirada a los ojos del Cachorro, que cayó al suelo como si alguien verdaderamente lo hubiera empujado, quedando sin vida con dos naipes en la mano.
El estupor era completo. Nadie entendía lo que había pasado, ni el mismo Gringo, que no terminaba de asombrarse de lo que podía hacer con sólo mirar fijo a los ojos de su posible contrincante.
Y mientras el Gringo se refregaba los ojos con sus manos, el Chino, sobresaltado, y luego de asegurarse de que su primo estaba bien muerto, se abalanzó sobre el ejecutor mirón con un puño en alto, sin tener la certeza de que efectivamente éste haya sido el causante de la muerte; pero sentía que algo tenía que hacer…sin embargo, antes de que su puño llegara siquiera a rozar el rostro del Gringo, éste le dirigió otra sutil mirada fatal que terminó devolviendo al Chino sin vida contra la pared.
El Gringo, pobre, estaba como loco; desesperado, no sabía qué hacer; y no concebía la idea de que él fuera el autor de la muerte de sus amigos, y menos aún sólo por mirarlos fuerte. El que estaba mudo sin saber qué hacer también era Rubén Córdoba; como atornillado a la silla y con la boca abierta de asombro ante lo que acababa de presenciar, miraba al Gringo como preguntándole “¿qué pasó?”, “¿qué hacemos?”.
Los dos mudos, en silencio y esperando lo que Dios mande. El Gringo, para cerciorarse de los poderes que sospechaba poseía, estrellaba vasos y botellas contra el piso y la pared con su mirada. “No puede ser”, se decía asimismo. De pronto, quietud; la marcha iba por dentro de cada uno. En un súbito movimiento, en un arrebato de pensamiento homicida, se dio cuenta de que no era conveniente dejar con vida al único testigo de su hazaña. Con un brusco manotazo, tomó del pelo a Rubén y lo obligó a que lo mire de frente. Unos pocos segundos de flechazos profundos bastaron para que muriera de ojeadura.
El Gringo saboreaba nervioso el descubrimiento de sus poderes. Pero la angustia y el aguijón de la conciencia comenzaron a ganar la pulseada. Agarrándose de la pared para no caerse, pensó en escapar, en salir corriendo lo más pronto posible del infierno que él mismo había creado, pero su confuso estado sólo le permitía mantenerse en pié. Mediante violentos cabezazos en la pared intentaba inútilmente sacarse de la cabeza lo que había vivido. Temblaba, el sentimiento de culpa hacía su trabajo fuerte. Y bajo el mando de la locura y la confusión, atinó a hacer lo único que le permitía su voluntad. Sus indomables ojos dirigieron la peor de sus miradas al espejo que estaba incrustado en la pared del baño, que estalló en miles de pedazos cuando, como un certero puñal, devolvió el reflejo de la mirada del asesino, que fue a dar con todo su peso en la pared del frente. El Gringo, finalmente, se había quitado la vida.”

Cuando el viejo Lirio puso punto final a su delirante relato, ya eran más de la siete de la tarde y hacía mucho frío. Dos pavas de mate nos habíamos bajado. Tiempo más tarde me tomé el trabajo de ir a los archivos del diario más importante de la provincia, y efectivamente había ocurrido una tragedia en Barrio Oeste II con el resultado fatal de cuatro jóvenes fallecidos, sin que hasta la fecha se conocieran las causas de las muertes.
Don Lirio realmente sabía ocupar el tiempo libre que le brindaba la jubilación. Pero para hacerlo enojar un poquito, antes de que se levante de su silla y se marche, poniendo cara de zonzo, le pregunté: “-¿Eso es todo?”. Se puso de pie, agarró su paquete de Imparciales, y dijo: “Es por lo menos lo que yo pude averiguar”.

Texto agregado el 05-02-2014, y leído por 102 visitantes. (0 votos)


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