Cuando murió el señor licenciado, nadie supo decir su nombre, ni cuál era su apellido o dónde vivía, o si tenía familiares. A pesar de ser muy conocido en el establecimiento cafetero, en realidad nunca nadie le conoció, ni en lo más mínimo.
Tampoco ya nadie se acordaba desde cuando acudía todas las tardes a tomar una o dos tazas de café, pero el hecho es que desde el dueño, hasta la mesera más antigüa, siempre lo conocieron como El Señor licenciado. Era un hombre de complexión delgada y con cierta apariencia de descuido y desaseo, pero muy pulcro en su dicción y en su charla, aunque él prefería estar aislado, un las mesas del rincón y rara vez charlaba con alguien; eso, sí era muy saludador y de vez en cuando entablaba una pequeña plática con alguien y siempre prefería estar solo.
El otro dato curioso, es que al decir de sus colegas, al señor licenciado, no se le conocía negocio alguno, clientes, o especialidad en derecho y por igual, nunca; ninguno de los abogados que litigaban en los distintos juzgados y que acudían a la cafetería, le vio trabajar en algún caso, o expediente y él tampoco hablaba de su trabajo.
El caso es que el señor licenciado era uno de los clientes más asiduos y con mayor antigüedad, como cliente del café. Y si alguna deuda o enemigo hubiese tenido, era muy fácil encontrarlo todos los días, sentado frente a una taza, ensimismado y caviloso en asunto que tan solo él conocía.
En cuanto se presentaba al local, alguna de las meseras lo saludaba y en lugar de preguntarle le confirmaban; lo de siempre señor licenciado y é nada más asentía con la cabeza y se iba a sentar en cualquier mesa que estuviese sola y en el rincón, no fumaba ni jugaba dominó como los otros clientes, sólo bebía una, dos y en veces hasta el contenido de tres tazas de café y como habñia llegad, se iba, sin hablar con nadie.
Y así hubiera seguido la rutina de la cafetería hasta que un día llegó muy temprano, se sentó en la mesa de siempre y ahí se quedó cavilando y pensativo. El local que ocupaba la cafetería estaba pegada a la sucursal de un banco y ese fue su último día de vida porque antes de las tres de la tarde murió; mejor dicho, lo mataron.
Sucedió de la siguiente manera; hubo un asalto al banco y nadie sabe cómo, los bandidos hicieron muchos disparos antes de recibir los fajos de billetes que exigían a las cajeras. El ruido fue perceptible desde lejos y algunos se asustaron, otros se escondieron y algunos como el señor licenciado, le llamo la curiosidad y salió para presenciar lo que sucedía. No lo hubiera hecho porque en esos momentos los asaltantes salieron, disparando a derecha e izquierda, tal vez para amedrentar a algún posible guardia, o a los transeúnte y mirones; y unas balas dieron en el cuerpo de el señor licenciado, quien quedó ahí, tirado, desangrándose y listo para entregar el equipo.
Después llegaron las asistencias médicas de las distintas cruces, verde y roja; los del ministerio público y los agentes de la ley y preguntaron por el nombre, ocupación y demás datos del interfecto. Nadie supo decir nada, porque en realidad nadie sabía nada de él.
Levantaron su cuerpo, luego le practicaron la autopsia de ley y al no haber acudido nadie a reclamar sus restos, su cadáver quedó en calidad de desconocido, en las instalaciones judiciales.
Una de las meseras, la que más le había atendido en el café y le había servido las tazas, fue a ver su cuerpo y pidió permiso a los del servicio médico forense, que le permitieran ver el portafolios, que siempre llevaba; le dijeron que ellos ya lo habían revisado y que no tenía nada; ningún documento judicial, un papel que lo identificara, o copias de algún expediente. El personaje no tenía nada, nada en absoluto: En el viejo portafolios de cuero color café, del señor licenciado, sólo habían algunas páginas de viejos periódicos de la década de 1950. Eso fue todo. Nadie sabía a qué se dedicó en vida, ni nadie supo su nombre o la verdadera ocupación de el señor licenciado. |