La tía Eva estuvo internada en el Hospital hasta el día en que falleció, a la edad de 86 años.
Fue durante su estadía, de agonía, de esperar el último suspiro que entramos en una especie de confesiones de ambos lados.
Yo era su sobrina política. Su hermana, era la madre de mi marido, en ese entonces, y me contó el secreto familiar, que perduro durante años en esa constelación de familias.
Su hermana Tomasa, no la había dejado tener novio a Eva, porque en esa época, ella había padecido un fibroma, fruto de un desorden hormonal. No se acudía a los médicos. Y Tomasa decidió que Eva no saliera mas a la calle por lo que pudieran llegar a pensar los vecinos acerca de su vida disipada y llena de amoríos.
Eva permaneció enclaustrada hasta la edad de 55 años, en que fue a un médico, que le confirmó lo que ya sabía hace tiempo. Ningún fibroma resulta de una vida promiscua.
En ese tiempo y a su edad ya no podía casarse ni tener hijos, por lo que se consagró a su sobrino querido, mi marido.
Lo dejaba estudiar en el ático.
Lo dejaba traer a sus amigos a tomar cerveza, y más aun, lo dejaba ensuciar la cocina.
La cocina de Tomasa debía permanecer impoluta. Sin manchas, sin mugre y sin pasado tenebroso.
Mis confidencias no eran tantas pero me costó mucho escuchar las palabras de Eva, y mis mejillas estaban bañadas de lagrimas hasta que Eva exhaló su último suspiro, mientras yo le sostenía la mano, que a esta altura de la vida, sí tenía cubierta de manchas marrones y arrugas las que besé amorosamente antes de despedirme de ella.
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