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Mis libros mortales

Desperté de sueños inquietos y no me podía mover. Me sentía como un pobre animal, incapaz de levantarse por sí mismo. Pero tras unos minutos de confusión me levanté, me vestí y me senté a la mesa dando la espalda encorvada a la puerta – para impedir todo estorbo. Parecía que era un prisionero en un cuarto de libros indefinidos.
Abrí el libro que había empezado el día anterior y comencé a leer: “Después de haber superado el viaje salí del barco sucio, corrí a la tierra para sentir suelo firme debajo de mis pies. Eran claras horas de la mañana en que mil clarines de oro decían la divina diana, ¡salve al celeste sol sonoro! En torno de una tienda estaban unas mujeres viejas de vestidos negros que me miraban despreciablemente, como si las molestara. Me acerqué y pregunté tímidamente: "¿Podrían decirme ustedes dónde vive el Señor Bola de Nieve?" Sus miradas me dolían y no podía soportar el silencio de esas sirenas antiguas. “Sigue la calle hasta llegar a la colina. La casa gris.” Sin dejarme contestar dieron la vuelta y cayeron en un estado totalmente ensimismado.
Huí del pueblo, marché a lo largo de la calle polvorienta y finalmente llegué a la casa. Era un edificio de color gris, la hiedra cubría grandes partes de los muros y yo sentía algo muy frío al entrar.
Después de hablar con unos sirvientes que me trataron bastante mal me fuí al jardín y busqué al pequeño grupo que paseaba por los prados y grupos de árboles. "Ah, el extranjero. Espera un momento, hablaremos más tarde”, dijo el Señor Bola de Nieve. De repente me sentí muy extraño, expulsado, como un solitario. Y de verdad, yo parecía realmente pobre entre esas personas que vestían ropas nuevas y muy caras. Hablaban de una finca vecina en que gobernaba un cerdo sobre los animales, una conversación en que yo no podía participar.
"Sígueme", murmuró un hombre gris, muy delgado, con un sombrero negro en su cabeza demoníaca. "No te preocupes por el Señor de las moscas. Sígueme." Llamaban así al Señor porque había muchísimas moscas en sus prados húmedos, que antes habían sido pantanos. No podía resistir la atracción de ese hombre gris y le seguí. Subimos la colina hasta llegar a su cima redonda, donde ocurrió aquello.

Al bajar me alegré del dinero que había en mis bolsillos, me despedí de la sociedad y huí de la finca. En una calle del pueblo encontré unos chicos jóvenes y el más gordo de ellos gritó señalando con su mano en mi dirección: “¡Mirad, mirad, no tiene sombra, un hombre sin sombra!” y todos se echaron a reír. “Se burlan de mí, pero no quiero ser el hazmerreír de ningún joven”, pensé y corrí en busca de una cama para dormir.
El pueblo parecía abandonado, reinaba una tensión fuerte en las calles, como si las casas sintieran los moros en la costa. Estaba a punto de llegar una tormenta, un ave negra volaba sobre mi cabeza ardiente sin dignarse a mirarme, pero yo seguía los caminos borrados en busca del tiempo perdido, de mis amigos viejos o envejecidos.
Decubrí un monte oscuro donde estaban unas personas, o mejor: unas sombras indefinidas o imperfectas – nunca sabría distinguirlas. Pero después de acostumbrarme a esta confusión vi a mi viejo amigo Prométeo que estaba encadenado a una roca y su padre, el Señor Shelley, trataba de liberarlo, pero sabía que nunca lo lograría. Al lado de ellos encontré al filósofo Alberto que hacía rodar su piedra al pico de la montaña – nunca alcanzaría su pico. El pico donde el hombre gris me había ofrecido un contrato: “Deme su sombra maravillosa y yo le daré toda la riqueza que ve.” Había señalado al grupo de personas ricas, a la finca y al dinero en su bolsillo. “Tibi dabo”, dijo el hombre gris a quemarropa y yo firmé sin tardar. Sin ton ni son cogió mi sombra y me entregó con gusto la bolsa mágica. Si hubiera sabido que ahora me sentiría tan mal, habría huido sin hacer ese contrato. Se pinta más negro el diablo de lo que realmente es, además: lo pasado, pasado está.
Al lado del pobre Alberto estaba Tántalo, que gritó al verme: “ Dadle un ramo verde de luz a mi mano!”. Un gato con pantalones y botas se quejó del hombre loco que sufría tanto y yo me escapé. Otra vez corría por las calles, las nubes eran de un rojo sanguíneo y amarillo, sentía una rabia enorme, una agresividad que quería matar por placer. Empezó a llover y me asusté al darme cuenta de que era una lluvia torrencial amarilla. Mujeres gritaban en sus casas cerradas y solo entendía las palabras "cabras muertas" y "el Chupacabra". Sabía que había oído de fenómenos similares de otro pueblo que se llamaba Macondo o algo así, pero aquí, en mi pueblo natal, no. Era imposible. Empecé a correr y no paré antes de llegar a una casa muy pequeña.
Abrí la puerta, subí la escalera, busqué otra puerta, ¿dónde estaba? ¿Había perdido el norte? Finalmente abrí la puerta: era un cuarto lleno de libros y en su centro estaba sentado un hombre perdido en uno de ellos. Su espalda estaba encorvada y no parecía notarme. Saqué un cuchillo de mi abrigo, me acerqué y maté al lector. Lleno de sangre perdí el sentido.

Desperté de sueños inquietos y no me podía mover. Me encontré convertido en una sabandija monstruosa, cautivo en un cuarto lleno de libros. En las paredes leí "Metamorfosis". No podía ver el aire libre entre las letras: ahora era prisionero de la literatura.

Texto agregado el 29-05-2003, y leído por 381 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
27-09-2007 wow! dielover
 
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