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Decidimos hacer el viaje aprovechando las fiestas patrias, como una forma de darnos una última chance, un último intento por re-encantar una relación ya desgastada que mantenía prisioneros a dos seres que alguna vez se amaron pero de lo cual –seamos honestos- no queda sino un humor sardónico, miradas llenas de resentimiento y un temor a la soledad. Es que comenzar la vida a los cuarenta no es lo mismo que a los veinte, ya no nos conmueve la ensoñación de un Baudelaire con frases como “los verdaderos viajeros sólo parten por partir”, ahora la vida es más fría, hostil, y para el mundo somos unos desconocidos. Al menos ese era uno de mis ocultos motivos para intentarlo por última vez.
Partimos antes del anochecer, ella me recogió en el auto a la salida del trabajo, había preparado un par de bolsos de viaje con unas mudas de ropa para un fin de semana de tres días, además de una botella de Jack Daniels y cigarrillos. La botella ya había sido abierta y al besarla supe quien lo había hecho. Desde hace un tiempo el alcohol era el consejero matrimonial de ambos. Cómo el fin de semana era largo no fuimos los únicos a quienes se les ocurrió salir de la ciudad por lo que nos demoramos más de una hora en alcanzar la carretera, ya en la carretera el tráfico no mejoró. Maneja tú me siento mareada, dijo; bien, respondí maquinalmente. Estacionó el auto en la berma y cambiamos de lugar. La escena en sí fue bastante cómica, por lo que no pude evitar una sonrisa cuando me acomodaba en el asiento. Por qué te ríes, me dijo con un tono que más parecía como si dijera por qué respiras... en fin, no dije nada. El silencio había sido mi respuesta final a nuestras crisis. Manejé un par de horas hasta que comencé a sentir cansancio en los hombros y en los párpados por lo que consulté el mapa y vi un pueblito que quedaba a unos treinta minutos en la dirección en la que íbamos, le dije a Paula que era mejor pernoctar allí y continuar el viaje mañana, lo cual aceptó asintiendo con la cabeza.

Era un pueblito pequeño, de unos quince mil habitantes, al cual se ingresaba por una calle que se desprendía de la carretera y que, al parecer, era la calle principal, la cual desembocaba directamente en la plaza de armas. Siempre me he preguntado el por qué nuestros antepasados ocupaban nombres tan grandilocuentes: altar mayor, real audiencia, plaza de armas... para describir cosas tan pequeñas... bueno, quizá esos nombres en aquella época tenían algún sentido, tal como Paula y yo alguna vez llamamos amor a lo que tuvimos...
En el pueblo también se estaban celebrando las fiestas por lo que no encontramos alojamiento en los hoteles de la calle principal y tuvimos que ir a uno que quedaba en las afueras del pueblo, el cual, por lo demás, no pasaba de ser una vieja casona de tres pisos, que en su planta baja debía compartir el piso con un bar de mala muerte. Aparcamos el auto en la calle, frente al hotel. Nos recibió un tipo de estatura mediana, de unos cincuenta años de edad, piel cetrina y ojos brillosos de ex alcohólico (lo de ex lo supongo por su falta de alegría), nos informó que sólo tenía habitaciones simples, lo cual más que molestarnos fue un alivio, luego pidió mecánicamente los documentos mientras llenaba el libro de registro, al parecer no hizo el curso de atención al cliente, tan de moda en nuestros modernos hoteles. Al terminar preguntó ¿ese es su equipaje?, apuntando los insignificantes bultos que llevaba entre las manos, bueno... si..., dije balbuceando; tomó los bolsos y se dirigió por el pasillo hasta el fondo, luego subimos por una estrecha escalera hasta el tercer piso. Frente a la escalera había una puerta, la cual abrió y dijo: ésta habitación da a la calle, la otra es la chica y esta pa’ dentro. La habitación tenía como cortina un trapo que había sido pasto de las polillas, al parecer, durante décadas por lo que se colaba la luz a raudales, además el ruido que salía del bar que estaba en la planta baja era insoportable. Paula dijo que ella se quedaría con la otra habitación pues necesitaba descansar, a lo cual asentí para no disgustarla más. A fin de cuentas la idea del viaje había sido mía, y nunca he podido liberarme totalmente de ese sentimiento cristiano de llenarme de culpas por mis errores.
La otra habitación realmente era un bodrio que estaba ubicado al final de la casa. Era una habitación de dos metros de ancho por tres de largo, las paredes eran sólo unos tabiques recubiertos por un papel chillón con un fondo rojo intenso y flores moradas, el papel estaba despegado en varias partes por la humedad, la cual se presentaba en toda su magnitud en el techo, del cual colgaba un tímido cable que terminaba en una ampolleta. El mobiliario consistía en un camastro que tenía pegado a él –ya que no había una distancia superior a treinta centímetros- un lavamanos y un inodoro; a los pies de la cama, a modo de armario, había una silla para dejar la ropa, todo esta imagen era acompañada por un olor sumamente desagradable, mezcla entre orín y humedad. Para terminar de armar el cuadro, José, que así se llamaba el recepcionista-botones (y quizá que diablos más), señaló: parece que esta habitación está maldita, desde que murió la dueña se escuchan ruidos extraños y varios pasajeros han preferido cambiar de habitación antes que pasar la noche aquí. Bueno –dije yo-, y por qué no nos da otra habitación entonces. No tengo más, fue la irónica respuesta del desgraciado. Creo que me voy a quedar en la otra habitación, dijo Paula.

Bajamos al bar, pedimos los tragos en silencio, hasta que ella bastante ebria me dice que me odia, que le arruiné la vida, sus ideales, y todo lo que para ella alguna vez fue importante, que ahora no se siente nada. Todo por amor, por seguirme y creer en mis ideas terminó sin ninguna. Yo le respondí que cada uno enfrenta de la mejor manera su caída en la nada, a fin de cuentas uno es libre pero no omnipotente y siempre hay un riesgo al vivir en el vértigo y bailar en el abismo: el aburrimiento, el spleen o como lo quiera llamar. Le dije un montón de cosas por el estilo, y que en realidad yo era un desencantado y ya no quería discutir, para qué. Paula ahora eres libre, y si alguien se equivocó fuimos ambos y no es recomendable seguir desgastándonos en esto. Al final me echó un par de maldiciones y se marchó, tambaleando. Yo continué un rato más hasta que cerraron el bar, no para reflexionar sino porque no tenía otra cosa que hacer. Luego di una vuelta por la cuadra y subí a la habitación. Con la congestión que me provoca el licor no me fue tan molesto el hedor, traté de leer algo pero me molestaba la luz del techo –estoy acostumbrado a leer en la cama con la luz de mi lámpara, además la cama era demasiado dura como para sentirme cómodo. Abandoné tal propósito y me obligué a dormir.
Desperté muerto de frío pues las cobijas estaban botadas a los pies de la cama, sin encender la luz me deslice hasta poder tomar las cobijas del suelo y me volví a tapar, la pieza estaba realmente fría y el sueño ya se me había ido, de pronto sentí que en el lavamanos algo se movía, realmente estaba aterrado y no me atrevía a moverme para encender la luz, luego algo o alguien comenzó a tirar las cobijas de la cama hacia los pies, las afirmé con todas mis fuerzas pero ese algo las continuaba tirando. Entonces fue cuando comenzó un barullo infernal en el techo, lo cual no pude resistir y salí disparado de la habitación. Bajé a la recepción sin atreverme a decirle algo al conserje para no delatar que creía en las estupideces que él había dicho sobre la habitación. Podían haber sido roedores grandes... pero como fuere yo no volvería más a esa habitación sino sólo para buscar mi equipaje, y largarme. Así llegó la mañana y ya más repuesto me fui a vestir. Esperé durante largo rato a Paula para que desayunáramos juntos pero no llegaba, pensé que quizá tenía una resaca muy pesada pero ya al mediodía comencé a preocuparme, se habrá marchado durante la noche, pensé... pero no, eso era imposible ya que el recepcionista me lo hubiese dicho. Llegó la hora de desocupar la habitación por lo que subí a despertarla pero nadie contestó, al principio golpee despacio, luego fuerte pero nadie respondía, bajé a buscar a José para que abriera la puerta, subimos juntos y al abrir me encuentro con un espectáculo horrible: Paula se había ahorcado, en el piso yacía una botella de Jack Daniels y un frasco de píldoras vacíos, junto a una nota escrita con apuro: TE AMO.

Creo que la habitación maldita la eligió Paula.

Santiago, 28 de Septiembre de 2004

Texto agregado el 29-09-2004, y leído por 140 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-09-2004 es un gran trabajo, la idea es buena y el estilo es liviano, das buenas imagenes y atrapas al lector. solo te recomentaria (humildemente) que te fijes en las cosas que estan de mas y empañan la fuwerza del relato... dale intensidad al climax y sigue asi... besos lorenap
 
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