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Una mañana cualquiera, ese compañero cuyo nombre ya no recordaba, le abofeteó. En rigor, fue un simple palmazo en su mejilla que plasmaba una furia que le nubló la razón y se desplazó eléctrica por su brazo. Estampada la insidia en el rostro de aquel, tomó posiciones esperando el saque del equipo rival. Rigo sólo lloriqueaba, nublada su mente por esa agresión. Ni siquiera acudió un larvado impulso de responder a dicha afrenta, sólo un llanto infantil pleno de orfandad contemplado por sus compañeros, que a su vez, sentían una conmoción que más tarde reconocerían como vergüenza ajena. Rigo odiaba el Voleibol y le espantaban esos balones de una rugosidad pétrea que azotarían sus palmas, sintiéndose él el objeto y el balón su verdugo. Torpe, había intentado rechazarlo enviándolo a cualquier parte. Ese punto era vital sin embargo su pérdida alentó la furia de su compañero. No comprendía la ineptitud de Rigo y le enervaba su torpeza.
Hoy, el hombre recuerda esos lejanos días y los rezagos de esa bofetada gratuita le hieren su alma cual si subsistiera en ella como algo espinoso. La presencia casi fantasmal de ese lejano compañero regresa nítida a su memoria. Retaco, moreno y de cabello corto ensortijado, ojos huidizos y lenguaje burdo. Contrastaba con sus compañeros, muchos de ellos altos y fornidos y de palabra fácil y bien pronunciada. Se diría que él provenía de algún barrio humilde, más humilde que el mismo Rigo, que tampoco residía en un barrio de alcurnia. Lo imaginaba en la actualidad, si la vida aún latía dentro de su pecho, más rechoncho, más oscuro de tez, empequeñecido por la edad. Acaso la existencia había templado su carácter y suavizado sus impulsos y si le fue concedido el privilegio de formar una familia, sus hijos serían su copia exacta, sanguínea y cautiva de sus arrebatos. No fue este compañero un tipo aplicado y lo suponía ya jubilado después de laborar por años en un empleo mediocre. Estaba seguro que si ahora él pusiera todo su empeño en tratar de ubicarlo, sólo tendría que dirigirse a los extramuros de la ciudad donde se arraciman esas poblaciones de casuchas diminutas. Allí lo encontraría, encorvado en una silla hojeando un diario.
Se contemplarían en silencio. Él permanecería enhiesto, en el umbral disfrutando de la precariedad de aquel y de ese asombro desnudo que asomaría en sus apagados ojos.
Diría- Perdón… ¿qué desea? y reconocería su acento vulgar. Rigo, el viejo Rigo, elegantemente vestido, sólo sonreiría, relamiéndose para sus adentros. Lo estudiaría cocinándose en su estupor, acaso temiendo que él fuese uno de los tantos acreedores que lo asediaban. Aguardaría un poco más para comprobar si ese carácter impulsivo aún persistía bajo sus huesos. Y sonreiría y en esa sonrisa edificaría su triunfo, sereno y regocijado su espíritu, al saberse más afortunado, más entero, implacable frente a ese anciano temeroso. Y continuaría jugando a ganador, experimentando un visceral placer al visualizar las finas gotas de sudor descendiendo de la frente de aquel. Acudiría una mujer regordeta de cabellera teñida y facciones ordinarias, secando sus manos en su delantal estropajoso. Lo estudiaría con infinita curiosidad al contraluz y achinando sus ojos bovinos preguntaría: ¿Qué desea señor?
Y él sonreiría una vez más, pero aún no respondería. Sólo abriría su chaqueta y su mano hurgaría en un bolsillo. Verificaría el espanto en el rostro de ambos y el intento fallido del hombre por alzarse veloz de su desvencijada silla. Entonces, sólo entonces, pronunciaría el nombre del liceo del que fueron compañeros y acompañaría esa fotografía del curso que había guardado en su bolsillo.
Degustaría ese suspiro aliviado del hombre y la mirada curiosa de la mujer, transformados ambos en muñecos accionados a su voluntad .
-Tú eres…
-Soy yo, claro está.
Imaginaría el remolino que giraba en su mente tratando de atar cabos, alinear recuerdos, dar en el clavo.
Rigo, permanecería silencioso, envuelto en esa aura misteriosa, sonriendo para sus adentros.
-Perdone… mi memoria es pésima y usted sabe, el tiempo desdibuja las facciones.
Avanzaría un par de pasos dentro de la pocilga. Se golpearía su mejilla con fuerza. El hombre alzaría sus hombros expresando con ese gesto que no entiende nada.
Curioso. Rigo recordaba los nombres y apellidos de muchos de sus compañeros pero de este que fue su agresor, ni luces.
Ya no divaga más y regresa al presente. Pero por una cosa extraña, reflota de repente el tipo del palmetazo que le estampa la insidia en su mejilla juvenil. A más de alguno de sus amigos le ha comentado eso y le aconsejan que olvide, que no vale la pena, que lo hecho, hecho está y un montón de lugares comunes que de ningún modo ayudan a cerrar el caso.
Acude al psicólogo. Entiende que debe sanarse de esto y confía en que recibirá las herramientas necesarias para hacerlo. Frente al profesional, rememora su infancia, su timidez, esa extraña carencia de cualquier instinto de defensa. Avanza en el relato y regresa al punto exacto, cual si su memoria fuese un disco Long Play rayado que se estanca en el mismo surco. Prosigue cavilando y enrielando recuerdos que transforma en palabras. Ineluctable, el psicólogo ni asiente ni reprueba, lo estudia, merodea su discurso detrás de unos lentes oscuros que le otorgan un aspecto misterioso.
Después de una hora con el profesional, se despide de él recibiendo cita para el siguiente mes. Algo se ha alivianado dentro de él cual si se hubiese abierto una compuerta para dejar fluir una especie de líquido oscuro, por lo menos así lo imagina.
Pero ocurre algo que parecía estar escrito en algún libreto. El psicólogo se levanta y se quita los lentes. Su faz adquiere vida para contemplarlo con atención. Se aproxima a Rigo y le comenta con voz grave:
-Lo lamento, pero esta será la primera y última sesión. Ya no podré atenderlo porque… no está dentro de mi ética profesional. Menos si el atendido es un conocido como intuyo que es usted, Rigoberto Meneses. ¿O me equivoco?
Rigo también ha reconocido a ese ex compañero, el del palmetazo, hoy doctorado, elegante, ajenos sus gestos a los ripiosos modales del muchacho aquel.
Se abrazan ya sin remilgos, emocionados ante los misterios de una situación que fue construyendo silenciosos caminos para derivar en este encuentro. Ambos se confiesan y se perdonan cada cual de sus culpas y remordimientos. Hugo, que es su nombre tampoco olvidó ese manotazo y se deshace en disculpas. Pero ya no vale la pena. Rigo lo abraza ya sin rencor y entiende que con ello ha comenzado a suturar ese dolor pretérito. Y sonríen y se vuelven a abrazar como los muchachos que fueron. Una cosa queda clara: Rigo ya no necesitará consultar a un psicólogo.






















Texto agregado el 12-10-2022, y leído por 174 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
19-10-2022 Hay humillaciones que te marcan para toda la vida, sobre todo si se padece de complejo de inferioridad suerte que encontró a su agresor y pudo sin saberlo contárselo a el. Jaeltete
16-10-2022 Qué buen final!!! Hay cosas que duelen toda la vida de no resolverse. Lo sucedido enseñó y ayudó a ambos. Un abrazo fuerte. MujerDiosa
13-10-2022 (Anoche leí desde el teléfono, hoy solo vengo a comentar yestrellar) Siempre que paso por aquí, me encuentro con textos disfrutables y esta, claramente, no es la excepción. Destaco las herramientas del protagonista en cuanto a poder resolver de una manera amable. Mis aplausos para ti. Gracias. gsap
13-10-2022 De este tipo de humillaciones existen muchas en todas las edades, pero cuando se es joven y se guardan tantos años, duelen en extremo y pueden incluso torcer una vida. Buen relato, amigo. maparo55
13-10-2022 Nada como escarbar en la conciencia, con el propósito de encontrar la espina que se hunde y molesta. El perdón es la mejor estrategia para caminar sin el lastre. Siempre y cuando ese perdón sea sincero. Abrazo grande mi buen, sendero
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