Cuando la llevé al hospital, el médico que la atendió me aconsejó que dejara de hacerme cargo de ella. Esta mujer no está bien, señora, dijo con voz imperturbable.

Volvimos a casa y le pregunté por qué me había mentido. Porque me dio vergüenza decir que nunca he tenido documento, dijo.
Tuve ganas de llorar, no podía ser verdad que una mujer de casi sesenta años fuera una indocumentada. No existía. Y así se comportaba: como si no existiera.

Había llegado a mí una tarde lluviosa de invierno. Estaba empapada, me contó que vivía en la calle, tenía hambre y frío.
Yo estaba acostumbrada a que por mi negocio pasara gente pidiendo limosna. Pero nunca había visto a una persona en semejante estado de indefensión. Le dije que podía pasar la noche ahí, en el lugar que alquilo desde hace años. Comió algo caliente y se dio una ducha en el baño del local.
Ella quería trabajar, pero yo no podía pagarle.
Al otro día estaba mejor, su cabello canoso brillaba aunque las ojeras seguían ahí.
Me rogó que la dejara quedarse un mes, hasta encontrar un trabajo o algún lugar dónde vivir.
Se la veía dócil, tan dulce, tan pequeña que de nuevo accedí.
Siguió durmiendo en el local, yo le daba comida y le pagaba lo que podía. Ella seguía buscando trabajo.

Un día se sintió enferma. En el hospital me dijeron que no tenía documento. Había inventado un número y lo usaba cada vez que le preguntaban.

La acompañé a hacer los trámites. Ahora existe. Pero su enfermedad ha avanzado tanto que muy pronto será nadie para siempre.