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Los faroles (relato rural sobre los tiempos de la tracción animal).

Avanzaba, yo diría que cetrino, el carruaje, conducido por el arriero medio dormido al compás cansino de la mula y el macho. La pareja de la Guardia Civil lo detuvo. Las placas de chapa de la matrícula estaban en regla, pero la pila de petaca que alimentaba el farol hacía tiempo que se había terminado. Tampoco las ganancias había que invertirlas en tales dispendios, pues, mejor, se destinaban a los avíos. La multa gubernativa constituía un riesgo que se trataba de cubrir con la llamada a la conmiseración de los guardias. Unas veces daba resultado y otras no, más lo cierto era que se comprometía el sustento de la familia, si se trataba de cumplir estrictamente los reglamentos.
- Échate por el camino, Santiago, que me da que esta noche está en el cruce la Guardia Civil.
Y, claro, por el camino se llegaba más tarde, tanto que cuando uno se quería dar cuenta, había que uncir de nuevo a los animales. Algún tiempo atrás, durante la siega, la estrategia para evitar tanta itinerancia era hacer las noches en el campo. Luego, cuando ya “cortaban” las camisas (de lo rígidas que se volvían por el sudor), alguien iba al pueblo por muda.
Y así siempre, hasta el paréntesis que propiciaran los dos días de fiestas mayores (que por tal motivo generaban una expectación de la que hoy no se puede hacer parangón).
Santiago, el arriero, se había quedado al cuidado de los dos “chirrichales” que consistía nuestra herencia, y aunque propiciaba, a lo más, una economía de subsistencia, no era cuestión de haberlos abandonado o vendido, pues, secretamente, se pensaba que si desaparecía todo en el mundo, mal se habrían de dar la cosa, para que aquellos campos no dieran suficiente fruto para consolar nuestros estómagos con su pan vivificador del trigo madre. Por eso, los campos seguían como “madre nutricia” que se alquilaba; como madre de leche para el pago de los jornales, dejando hambre de tiempo a los hijos del propio útero. Con la esperanza de que ya habría lugar para mamar. En esos tiempos, el remedio contra la enfermedad mayor, era tener el respaldo de unos cuantos bienes con los que engrasar la máquina administrativa de la curación. Y así era costumbre y, todo el que podía, actuaba así, pues la vida era algo delicado que sólo se podía preservar con la sangre de las relaciones sociales que es el capital. Los bienes se acumulaban para comer y como garantía de seguir comiendo cuando a uno le faltasen los dientes.
Luego, con la Seguridad Social, cobraron vigencia otros motivos entre los que no era el más insignificante la capacidad de influir por un halo de credibilidad que confiere a quien posee el dinero. Todo el mundo desea ser rico como una forma de pasar por la vida sobre el carro con ruedas que proporciona, a quien lo sabe aprovechar, el dinero.
De siempre- decía Santiago-, con dinero e imaginación la vida se puede sobrellevar de no aparecer el fantasma de la falta de salud. La imaginación se hereda y poco más, mientras que la acumulación de la riqueza es la circunstancia externa por naturaleza, aunque se olvida, a menudo, que también se hereda, aunque sea de distinta forma que la imaginación, por leyes jurídicas y no biológicas.

Aunque todo es discutible y se puedan formular hipótesis más generales, lo cierto era que el condumio pendía en aquellos tiempos de más hilos de los que hubiera sido deseable. De la posesión de las tierras, de la salud para trabajarlas, de una climatología favorable, de los precios que quisiera imponerte a ti personalmente el mayorista y de otras menudencias como la del celo del agente de la Autoridad sobre si era o no sancionable el no llevar en el remolque o el carro el preceptivo farol rojo.
No se puede desdeñar la emoción con que se afrontaba el día a día, donde, más que hoy, se podía esperar cualquier cosa del discurrir del tiempo, y la vida se vivía conforme avanzaba y no como hoy en que pueden, inmensamente más, los planes.
Un farolillo rojo que se alimentaba de una pila de petaca podía representar bastante, pues se escatimaba invirtiendo un elemento de indeterminación, azaroso, otro más en el éxito o fracaso de nuestra familia. Sobre el prescindir o no de la petaca se hacía un riguroso análisis de probabilidades sobre el precio de la batería y la posibilidad de ser sorprendidos sin ella con la consiguiente multa.
Aquella noche, Santiago, entró cabizbajo, y la abuela era, casi, la que le infundía ánimo. Y era que, incluso, la ruta sin asfalto de poco servía si el carruaje era detenido cuando irremisiblemente tuviera que cruzar la carretera.

Por lo que la subsistencia de algunos era un juego que otros se traían entre manos. Más hubiera valido en tal tesitura que cada cual mirara por lo suyo, sin ningún tipo de conmiseración hacia el supuestamente desvalido. Si fácil fuera, pasando a la realidad el simple juego mental, quizá sería sorpresivo el resultado. Acaso el potentado no fuera capaz de atarse los cordones de los zapatos y el último anduviese luego en la abundancia, pues aquella sociedad estaba conformada bajo la ordenada de negar todo al manso y saciar al bravo, imponiéndose las malas maneras. De la otra manera: de la forma en que sólo fuera válido el ingenio de cada cual y no el de sus progenitores, el mundo, al menos, sin entrar en su justicia o falta de tal, sería más dinámico.
No importaba si con poner la petaca alguna boca de la familia iba a quedar medio saciada; sólo que quien no la colocaba y circulaba, se exponía a la sanción y si no la afrontaba, al apremio, y, posteriormente, al embargo. Sólo porque los que con posibles, circulaban en carros mecánicos no se querían ver empotrados contra algún carruaje en aquella España que permitía que algunos cogiesen el sueño con telarañas en el estómago.
Tampoco se piense que evitando circular de noche se acababa con la sanción. No… pues la infracción no consistía en circular de noche, sin distintivo de posición, sino no contar con el dispositivo en perfecto estado de funcionamiento con independencia de que en tal instante alumbrase un sol cegador.
Con ello, lo que se trataba de evitar era, no abstenerse de circular nocturnamente sin el farol, sino encontrarse con las fuerzas del orden, lo que generaba una fobia de hondo calado psicológico a todo lo que tuviera que ver con los agentes de la autoridad. Lo único que era previsible- decía Santiado- era no ser multado por exceso de velocidad. Los coches- cuando era inevitable o muy conveniente echar por la carretera- al adelantar al carruaje de tracción animal, realizaban una maniobra que sólo desde la inconsciencia de la infancia podía dejar de ser apreciada como peligrosa. Silbaban como flechas sin, sorpresivamente, espantar mínimamente al ganado mular. Santiago decía que se había ido acostumbrando. También decía que a lo único que no se habían acabado de acostumbrar era al movimiento que el viento diese sobre el camino a algún trampantojo.
Creían las buenas bestias que algún animal andaba embozado tras aquel movimiento. También contaba que la acémila tenía un miedo cerval al áspid, lo que, aseveraba, era la razón más frecuente del accidente. Lo que sí estaba claro era que el híbrido animal era consciente de lo enojoso del trabajo, no siendo infrecuente que se parase y fuera difícil hacerlo arrear en mitad del labrantío en labores de arada. En eso demostraba una inteligencia asimilable al hombre. Se ha dicho que el perro era, entre las simpatías del hombre, el primero, olvidándose que si durante siglos no hubiese sido por los animales de tracción hubiera sido bastante difícil echarse algo a la boca.
Con la mecanización, sin embargo, fueron desfilando, sin apelación, a hacer salchichón. Cada vez que la abuela nos daba de merendar- de aquél especiado y rojo-, daba la impresión que nos estábamos comiendo al macho del vecino. Nuestra mula no desfiló a hacer “pamplonicas”, lo que no obstante tampoco le obvió un funeral un tanto ridículo. El sino fatal que se burla de las prevenciones humanas más sofisticadas. Como quiera que el noble animal, con la rigidez de la muerte, no pudiera ser evacuado de la cuadra- a la que en vida ya entraba agachándose ligeramente- se le hubieron de serrar las patas.
Pocos años atrás, la inopinada muerte de un animal era un compromiso serio para la economía familiar más corriente. Con la extinción del ganado caballar, se extinguió también, definitivamente, el sosiego de los campos. Hubieron bastantes repercusiones: en relación con la fauna volátil, pues los arados, con múltiples brazos, arrancaban frecuentemente con las nidadas que se hacían sobre la tierra. La besana sosegada del arado romano había estado más por la labor conservacionista. Cambiaron también múltiples costumbres: ahora bastaba con introducir una llave y pulsar un botón para iniciar la jornada: arrumbados quedaron los arriates, los bocados, los ramales, la silla y demás utensilios de uncir, así como las lanzas, las ballestillas, las cinchas y los faroles. Los que poco a poco, encerrados en los trojes, que acogieran unos años antes el grano, fueron sepultados irremisiblemente por el fino, pero inexorable, polvo de la memoria.



Texto agregado el 29-04-2023, y leído por 308 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
29-04-2023 La tracción a sangre ha quedado, por suerte, en el olvido gracias a la tecnología moderna. Personalmente guardo un respetuoso recuerdo hacia aquellas bestias sumisas y heroicas que, sin posibilidad de elección ante la presión ejercida por el cordaje de las bridas, de las cinchas, de las anteojeras y las varas de los carruajes, les era imposible claudicar. Gracias por este texto que mantiene vivo aquel recuerdo, no sepultado todavía en la niebla del tiempo. Clorinda
 
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