Trabajaba lejos de casa, pero siempre he sido una persona que le gusta viajar y disfruta mucho la odisea. Podía llegar de muchas formas, nunca me gustó conducir, así que el transporte público siempre fue una opción a no rechazar. Y de todas esas opciones, mi favorita siempre fue el tren. Me genera un sentimiento de melancolía de una época que nunca viví, me genera esperanza y una mínima probabilidad de verla a ella. Me contó que era su ciudad natal y que ya no vive ahí. Me bajo en esa estación sabiendo que mi viaje se prolonga treinta minutos más de lo necesario, pero no importa, recorro la plaza y fotografío afiches que le pueden causar gracia, paso por terrazas con gentío y artistas urbanos retratando en el suelo, pienso que tu gusto por el arte contemporáneo te podrían llevar allí, no te encuentro. La luz del semáforo cambia más rápido de lo habitual y ese tiempo ganado disminuye la posibilidad de verte. Llego a la estación que me llevará a casa y medito acerca de esos treinta minutos de mi mundo en que fuiste tú, en que me miento pensando que te veré, te dejo partir. El vagón cierra sus puertas y sumo un día más a la lista de mis frustraciones.