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Dos perros rondan nuestra casa. Creo haberlos sentido husmear entre los intersticios de la reja y lanzar el vapor cálido de sus hocicos como un mensaje indescifrable. De pronto lanzan esos ladridos cortos y vagos que emiten a intervalos los cachorros. Pero, he creído divisar sus siluetas alargadas, elegantes y me figuro que son animales con pedigrí, tal vez inscritos en esos registros pomposos para que después concursen y ganen premios que hinchen de orgullo a sus amos. O sólo son dos animalejos vagos y huérfanos de todo que husmean buscando ese ideal de todo perro, es decir, casa, comida y cariño.
Lo cierto es que, al salir a barrer el regadero de hojas que dejó el temporal, he descubierto entremedio de ellas una rosca de excremento que todavía humeaba. Descubro que la deposición fue expelida hace pocos minutos y de los hechores, ni señas. El asunto es que estos atentados, si pudiesen llamarse así, se han repetido en casa de mis dos vecinos.
Pero no los he visto y sólo los intuyo y esto lo he comentado con el vecindario con la peregrina esperanza de obtener alguna pista. Una señora que vive dos casas más al norte y a la que descubrí también barriendo sin demasiado entusiasmo la mezquindad de basura que hay en su vereda, ha recibido mi saludo sin mucha efusividad y ante mi pregunta si ha visto a un par de perros, sólo ha achinado sus ojos, dibujándosele una multitud arrugas que navegan hacia sus sienes.
-¿Perros, me pregunta usted? Hace mucho tiempo que no diviso alguno por estas calles. Y eso que salgo varias veces al día. Recolectores de cachivaches me topo a cada rato. Pasan con sus carritos rechinantes preguntándole a medio mundo si tienen algo que ya no le sirva. Pero perros no.
Desconcertado, me despido de la señora, de la cual ignoro su nombre y con la que sólo hemos intercambiado saludos cuando nos encontramos.
Vigilo, ocultándome entre las enredaderas y no me preocupo de estar perdiendo el tiempo en estos menesteres. Soy un vegetal más oteando esos claros que se visualizan entre reja y follaje, aguardando anhelante que se produzca siquiera un movimiento. Lo cierto es que nada acontece y mi esposa se ha desgañitado llamándome para que vaya a almorzar.
-¡Deberías parar con este asunto, Marcial! Estás obsesionado con esos perros fantasmas que nadie ha visto, salvo tú.
-Pero existen y tú también los has escuchado. Dejaron de muestra una ruma de mierda frente a la puerta y ¿quién lo haría sino ellos?
Mi esposa mueve su cabeza de izquierda a derecha, diagnosticándome para sus adentros algún tipo de trastorno del que ignoro sus fundamentos.
Han transcurrido varios días sin señales de esos animales. La vereda permanece limpia como una alfombra adornada con una que otra hoja del pino que no es pino, sino una especie que desconozco.
-¿No serán los perros del infierno, iñor?- me grita desde el frente don Ramiro, un señor gordo y calvo, que se contonea al caminar, cual si estuviese ejecutando algunos pasos de rap.
Cruzo la calle para inquirir mayores datos. Sus palabras han tenido el poder de accionar los mecanismos de una inquietud que ha permanecido entornada en mi espíritu.
-Los perros del infierno se aparecen a cualquier hora, vecino. No vaya a creer que yo pienso que usted tiene cuentas por rendir- aquí sonríe malicioso- pecadillos inconfesables, usted me entiende.
-Este…bueno, cada uno tiene cosas que guardar, asuntos de poca monta, pecados veniales, como diría el señor cura. Pero ¿es para que vengan esos perros a intimidarme, amenazarme y más encima cagarse enfrente de la puerta?
-¿Lo hicieron?- se queda pensativo don Ramiro. Revuelve sus ojos y se acaricia su barbilla. Me contempla y yo sólo siento el galope absurdo de un corazón supersticioso.
-¡Mala cosa vecino! ¡Mala cosa! ¿Seguro que no carga en su espalda con algún…como le digo… algún pecado de monto mayor?
-¡Pucha! Le confesaría algo si supiera que… Pero no, no tiene importancia. Esto es muy ridículo y la verdad es que sólo quiero pillar in fraganti a esos pulguientos para correrlos a escobazos.
-El asunto es que no los va a ver, porque son espíritus de seres que murieron con el alma repleta de pecados. Una cosa, ¿como se deshizo de los excrementos?
-Bueno, tierra, pala y escoba.
Don Ramiro se palmea su frente y abre sus ojos, desalojando de ellos una especie de temor vernacular.
-¡Pero si eso es justamente lo que no se debe hacer!
Siento que mi frente se humedece y es la manifestación más clara de mi temor ante lo oculto. Si es que este gordo bailarín no me está tomando el pelo, claro está.
-¿Y cómo debí hacerlo, dígame usted?
-Envolverlo en papel de diario, que un sacerdote le rece quince Padrenuestros y varias Avemarías, en realidad, no sé cuántas. Pero varias, créame usted. Si todo esto lo realiza de acuerdo a lo que le indico, tenga por seguro que los perros del infierno no vendrán a molestarlo jamás.
Como no visito una iglesia hace bastante tiempo por razones que se me han ido acumulando en mi mente crítica, esta noche duermo entre temblores y cuestionamientos. Temo escuchar lúgubres aullidos en la calle y transpiro no sé si por sofoco o por un miedo que pareciera adquirir tentáculos.
Mi esposa ronca que es un gusto y en esa vela temblorosa pienso si no será ella causante de todo esto. ¿No ocultará tras su faz plácida algún pecado grande, alguna malversación, un crimen -me estremezco- no intentará asesinarme algún día? Transpiro. Y me duermo y sueño con galgos diabólicos que me quieren morder el trasero.
Al día siguiente, una enorme plasta humeante reina sobre la vereda. Mi espíritu navega entre la furia y el miedo. Y equilibrándome entre esos dos sentimientos, voy en busca de un periódico para envolverla. Con el fétido paquete entre mis manos y sin saber a qué atinar, le grito a mi esposa que iré a la iglesia.
-¿Tú, yendo a la iglesia? ¿Y qué bicho te picó? ¿Qué no gritabas pestes de esos curas pedófilos que le arruinaron la existencia a tanto joven inocente?
-Bueno… espero que no todos sean igual (por lo menos, el que me guiará en este asunto, pienso).
-¿Y qué diablos llevas en la mano, si se puede saber?
-La solución, querida, la solución.
Y parto a la parroquia que queda a unas cuantas cuadras, sintiendo a lo lejos las carcajadas de mi mujer. Y por supuesto, uno que otro gesto de asco de los que se cruzaron conmigo al percibir el tufillo ácido de los excrementos envueltos en el periódico.
Ya en la iglesia y para mi suerte, se encuentra el padre Tomás, un sacerdote barrigudo y mal agestado que, de espaldas a las hileras de bancos vacíos, pareciera ensayar alguna jaculatoria.
Aguardo en silencio que termine con lo suyo y mientras tanto, contemplo ese cielo abovedado que gusta de ribetear con interminables ecos las palabras que allí se pronuncian.
No me percaté del aleteo de su nariz al percibir las emanaciones que ocultaba yo entre lás páginas del periódico. Se volvió de manera brusca, con el ceño fruncido, más propio de un malacatoso que de un hombre de fe, como lo era él.
-¿Qué diablos huele tan mal, si me puede decir? -bramó y renació en mí esa especie de respeto que coqueteaba con el miedo y que siempre me persiguió cuando estaba frente a un sacerdote.
-Vengo a que… me rece, padre.
-¿Queeeee? ¿Qué le rece? ¡Lo que usted necesita es bañarse, o mirarse los zapatos por si ha pisado excremento de perro o no sé que otra inmundicia! – La furia dibujada en su rostro, contrastaba con el apacible gesto de un cristo a punto de ser crucificado.
Le conté, de manera entrecortada por el miedo, la vergüenza y por una especie de desfallecimiento que ya me enredaba la lengua, todo lo acontecido con el tema de los perros aquellos.
El cura frunció una ceja y sus labios se relajaron y se abrieron de una forma que no supe descifrar, aunque percibí que luchaba consigo mismo para no perder ese halo de autoridad frente a mí.
-Lo que usted necesita, mi señor, es asistir con mayor frecuencia a esta iglesia y empaparse con las palabras de Dios para que su alma se libere de vanas supersticiones.
Asentí, me arrodillé, apuntando mis ojos a ese piso de baldosas. Ahora rezará, pensé.
-¡Salga de inmediato de acá con esa cosa fétida y regrese el domingo con sus manos y su alma preparada para recibir la palabra del Señor!
A medida que me alejaba de ese lugar, con la cola entre las piernas, humillado, avergonzado y no sé con cuantas sensaciones más, juraría haber escuchado una risotada que reverberó en la soledad del templo. No sé si fue cosa mía o era ese cura infame que se reía a sus anchas de mi inocencia.
Lo cierto es que cuando me aproximaba a la casa, percibí como el gordo y calvo señor Ramiro se escabullía y desaparecía detrás de su puerta.
















Texto agregado el 26-08-2023, y leído por 177 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
03-09-2023 Me parece que el vecino Ramiro te tomo el pelo y caiste. ja ja. Tete
28-08-2023 bien que me he carcajeado mi buen amigo. Abrazo grande. sendero
27-08-2023 que en todas las veredas parece que hay pecadores porque ni las multan asustan a estos perros o mejor dicho a sus dueños. Saludos. ome
27-08-2023 jajaja entretenido el cuento, pero te digo q ome
27-08-2023 Disfruté mucho tu cuento Guidos, sobre todo cuando decís lo que a Dhingy también hizo reír. Buenísimo! No creo para nada que existan esos perros, la idea de Vicente también tiene sentido, jajaja…Un cariño grande. MujerDiosa_siempre
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