El árbol en cuestión era una especie silvestre menor. Este especimen estaba en un lugar recóndito de una gran estancia
A su alrededor había decenas cientos o miles de la misma variedad esperando sobrevivir a la urbanización que se propaganda por todos lados
La señora Y llego al lugar acompañada de Artur Estay, con el fin de verificar la calidad del fundo para una explotación turística.
Tras sobrepasar una verja de púas se movieron aleatoriamente por el predio, donde no existía camino alguno
De esta suerte llegaron hasta este humilde especimen del poco valorado Hualle, un árbol de los llamados nativo por su endemismo en nuestro país.
Ahí sin previo aviso se besaron con pasión. Los árboles eran testigo de las muestras de afecto que se prodigaban estos humanos.
El árbol en el que se apoyaba la señora Y se cimbraba con la fuerza de los amantes furtivos.
Aquel era un protagonista inesperado en este efusivo encuentro donde sus ramas fueron decoradas con las prendas de cada uno.
Este enhiesto trozo de madera que nacía y se refugiaba en la madre naturaleza transmitió los susurros y palabras de amor que se proyectaban como ondas de calor hacia el resto del frondoso bosque.
El árbol no era la mítica Acacia de los egipcios ni el de los pueblos originarios de esta tierra. No tenía nada que ver con el sicomoro o el Abedul o el roble que se menciona en las leyendas Celtas, ni tampoco con aquella madera de la que estaba hecha el Arca de Noé o las Sagradas Escrituras. Pero desde ahora este minúsculo especimen aparecía en una fotografía con la Señora Y y Artur que lo consideraban desde ahura sagrado para ellos y con un mito asociado al origen de su relación.
Algún día el lugar sería talado y devastado pero el árbol se mantendrá firme y perdurará por haber sido un actor privilegiado de una escena fundamental en la vida de los amantes. Esa era una promesa.