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Las sombras de la noche se repletan de susurros. Algunas azuzan la imaginación, proclaman el desvarío y se crean historias tan retorcidas que es imposible enmendarlas. En otras veladas de insomnio, sólo surge una espera sin destino, el deseo de ocultar las sombras tras los párpados y dormir, dormir hasta que la mañana nos sorprenda.
Cierta noche, cuando el sueño tardaba en llegar, escuché tras la pared que me separaba del vecino sonidos extraños, tropezones, gemidos y entreverado en todo eso algo como una gaita que no lo era sino sólo el llanto agudo de un hombre. Una pena azuzada por el licor, siendo el ocaso de un sábado y la costumbre del hombre de transitar rumbo a casa entre zigzagueos y pensamientos nublados.
Pronto, el sueño acudió y debo haber dormido un par de horas antes de despertar. No sé si fue un sobresalto, un mal sueño o el sonido repetitivo de un goteo que se colaba desde la habitación del vecino. Recordé su irrupción descoordinada y ese llanto agudo, visceral. Una pena que sobrevivía a los embates etílicos y nacía desnuda de prejuicios. Y ese tictac indefinible y espeso aposándose en el piso de tablas que tuvo el poder de desvelarme. Pudo ser cualquier cosa, pero yo imaginaba como la desesperación, el infortunio, la soledad misma había abierto cauces en su cuerpo y ahora se transformaba en un líquido negruzco. Quise levantarme, acudir a su puerta, preguntarle si se encontraba bien. Pero el sueño me tumbó de pronto y surgieron pesadillas más negras que la noche. A la mañana siguiente, cuando pasé por la habitación de ese vecino, un penetrante olor a orines me obligó a apurar el paso.

Percepciones inconducentes, la estructuración de un drama que se deshace de un soplido. Pero a veces, ni el instinto, ni un rumor ni la noche que alienta espectros puede plantarnos una duda sobre la almohada. Muy por el contrario, el sueño es reparador y si existió un presagio, este se entreveró entre las imágenes difusas que creamos mientras dormimos.
Los pelusones del barrio le decían El Bombero, no por su facha enteca y ese bigotillo que parecía crecer como enredadera debajo de sus narices. Era por su camioneta pintada de un rojo que se descascaraba de lo vieja que estaba. Cuando llegaba a su pieza, una covacha miserable y solitaria, los tipos, sentados en la cuneta como buitres esperando su presa, comenzaban a carcajear y a emitir sonidos agudos que remedaban la sirena de un carro bomba. El hombre se enfurruñaba y echaba un par de maldiciones, las que eran coreadas por los haraganes, entre risotadas y sonidos extraños.
Nunca supe a qué se dedicaba este señor, pero lo compadecía por soportar las despiadadas burlas de esos muchachos. Al fin de cuentas, nadie se salvaba de sus estupideces, siendo ellos mismos unos personajillos lamentables, sin destino alguno y acaso por lo mismo, se reían de los que partían a sus labores o a rumbos con mejores expectativas.
Pero esa noche de sábado no fue distinta a las otras. Mientras la música resonaba a lo lejos y los habitantes de esa estrecha calle se reunían en el centro de la calzada para compartir sus cuitas hasta altas horas de la madrugada, algo ocurría tras la pared que separaba la habitación maltrecha de este señor y la mía.
Nada intuí, ningún sueño ni sollozo reprimido, ni la sombra de una sombra balanceándose en mi imaginación. Sólo la resolución implacable, la mano firme y el llamamiento sordo de una existencia gris, despiadada, hundida en su contextura como si se divisara al final de todo un abismo denso que prometía el olvido. Silente, ajena, sólo dividida por un tabique, la desgracia se cernía al fin.
Al día siguiente, sólo escuché una voz autoritaria:
-¿Vivía solo el señor?
Apegué el oído a la puerta. Supe que era un policía que había acudido esa mañana. ¿Qué había ocurrido?
-Si desea, puede aguardar adentro.
-¡Nooo! ¡Gracias!
Percibí un escalofrío en su voz. Después, mucho después, me enteré que el señor de la camioneta roja se había suicidado y ahora colgaba de una cuerda con su cuello roto.
La muerte no dio señal alguna. Sólo acudió para cumplir con su cometido y partió rauda para continuar con su hoja de ruta.
Ahora, mis nuevos vecinos están mucho más distantes y sus susurros se mezclan con los raudos motores de los vehículos y los ladridos asordinados de los perros. Nada alientan en mí.













Texto agregado el 14-10-2023, y leído por 141 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
22-10-2023 Excelente relato Guidos, muy conmovedor y cercano. Tantos casos como el descrito quedan en el anonimato o son pronto olvidados por quienes llegan a tener conocimiento de eventos de tal naturaleza. Sin ir muy lejos; la tasa de suicidio de adultos mayores se ha incrementando y desafortunadamente no es un tema fácil de solucionar por diferentes factores, principalmente, porque la misma sociedad que los usó es la que los descarta. Un abrazo y mis felicitaciones, sheisan
20-10-2023 Me recordó un poco a El corazón delator, de Poe, el tic tac, las tablas, el aura oscura y tenebrosa de las descripciones que se equiparan con momentos de oscuridad espiritual o de desamparo. Muy bien relatado, Guidos. El desenlace es triste, como siempre los humanos muy en lo suyo, no ofrecen consuelo y más bien empujan al que está al borde del acantilado. Un gusto leerte Dhingy
15-10-2023 Muy bueno!!! Saludos. ome
15-10-2023 Muy interesante, para meditar. TETE
14-10-2023 Sos un maestro para contar lo que sea y que el lector te admire cualquiera sea el tenor de lo escrito. Excelente. MujerDiosa_siempre
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