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Inicio / Cuenteros Locales / abueloloseiros / BERTO, Capítulo I. Primeros pasos y entorno familiar

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Esta historia comienza el día 14 de junio de 1935, que nació Roberto, en La Cruz parroquia de Santa Barbara del Concejo de San Martín del Rey Aurelio, centro carbonífero del centro de Asturias, donde desarrolló su vida familiar y laboral.

Las familias de la época en aquel territorio estaban cargadas de hijos, con los que se ayudaban para la cría y pastoreo de animales y labores agrícolas, viviendo en la casa y hacienda rural con fincas y algún ganado, como sus abuelos Vicente y Manuela.

Es el octavo de 12 hijos que tuvieron sus padres, José Suarez Orviz y Regina Buelga Llaneza, nacidos ambos en 1903 que, al casarse se instalaron en la casa de los abuelos maternos, hasta que falleció la abuela Manuela y al casarse el abuelo Vicente en segundas nupcias con Elvira, dejó el caserío a sus padres, con la condición de que se hicieran cargo de Gabriel (el hermano soltero del abuelo), dos hijos (Avelina y Herminio) y el nieto Oscar hijo de su otra hija Jesusa (3 hijos y viuda muy joven, sin medios para sostenerse hasta que se volvió a casar en segundo matrimonio y le dieron trabajo de lampistera en las minas de Montaña, gracias a que un hermano de su segundo marido, era mando en la Empresa propietaria de la mina La Duro Felguera).

No recuerda los nombres de los hermanos fallecidos, salvo el 9º que nació después que él, al que bautizaron con el nombre de Trifón, al parecer de origen ruso y lo recuerda porque lo bautizaron, lo que no hicieron con él, nacido en el anterior parto; Tampoco tiene muchos recuerdos de sus abuelos paternos Francisco y Mónica, ni de sus primos.

A su padre lo reclutaron como soldado, a pesar de estar casado y no haber hecho la mili, los del bando republicano, dejando a la familia sin ingresos para mantenerse, hasta que lo liberaron varios años después de finalizar la guerra, en cuya etapa fallecieron sus dos hermanas gemelas, que les faltaba poco para cumplir dos años, como muchos niños recién nacidos o de meses en otras familias, que murieron por falta de alimentos y atención sanitaria.

Vivian de milagro y salieron de casualidad.

La ausencia del padre, la suplían su madre y sus dos hermanos, Herminio hasta que lo mataron en el año 1937 y Avelina su madrina, que se ocupaban de la casa y de trabajar las huertas.

Para conseguir algo de dinero para comprar pan y lo más necesario, iban al rebusco de carbón en la escombrera de la mina, cerca de casa, que encontraban mezclado con el escombro que vendían a peseta, lo que llamaban cesto de carretera de unos 25 kilos.

Sí conserva un nítido y desagradable recuerdo de cuando tenía unos tres años, que pegaron y tiraron por la escalera al hermano de su abuelo, como la peor pesadilla de su vida que cuando lo recuerda, se le retuercen las tripas y es incapaz de contener la emoción, al faltarle el aliento y saltársele las lágrimas de forma incontrolada.

Los esbirros del franquismo aprovechaban para robar gallinas, saquear las casas, robar pollos, terneros como a su abuela que le robaron una novilla de unos 8 meses y aunque sabía quién se la robó, dónde la esfollaron (sacrificaron) y donde la comieron, no se atrevió a denunciar, porque eran los mismos que la robaron.

Un día, irrumpieron en casa una pareja de guardias civiles, con dos elementos que eran los caporales del pueblo, entrando como si fuera su casa; Uno vestido de paisano quitó el fusil, a uno de los guardias civiles y los dos, empezaron a darle a Gabriel (el hermano del abuelo que ya tenía cumplidos 88 años), quién solo se atrevió a decir: ¿A dónde vais Porcaces? (*) y no contentos con eso, subieron al piso superior y se llevaron toda la ropa de las camas y, de la cocina y de la despensa, las fabas (alubias), el maíz y productos de la huerta, pisoteando con las botas para estropearlas, las pocas patatas que había en un rincón, dejándolos sin las ropas de cama y sin comida, como si quisieran matarlos de hambre y de frío.

Su madre y su tía que estaban en la escombrera y alguien del pueblo las avisó, dejaron de rebuscar y salieron corriendo y llorando hacia casa, dando voces como si se volvieran locas, contagiando a todos hasta a las gemelas, que estaban escondidas en “una manieguina” entre hojas de maíz.

No recuerda que hubiera más golpes que los que recibió el hermano del abuelo, agrandados por la caída rodando por la escalera, donde lo dejaron agonizando y tan malherido, que al día siguiente murió.

Horas después, los visitó un vecino que tenía un comercio, donde vendían de todo y debía de ser muy buena persona, que ofreció a su madre todo lo que necesitara, como ropa para las camas, que como eran clientes podían apuntar en la libreta, pero su madre se negó en rotundo diciéndole, pero … ¿Con qué te lo pago?

Otro vecino, les dio algunos sacos de los que traían las mulas con la pulpa para el ganado, para que por lo menos, pudieran taparse.

La cartilla de racionamiento eran unos cuadrinos que entregaban en el comercio, que solía incluir: dos pollos pequeños. Lo que no incluía la cartilla, podían apuntarlo en la libreta o pagar al contado en los comercios, o descontarlo de la nómina de la mina en el Economato, si estabas trabajando, pero los que no tenían nómina, o estaban presos en la cárcel, como su padre, no tenían ninguna posibilidad. Sembraban maíz, se molía y hacían boroñas, fariñas, algún torto y así se iba viviendo.

En el estraperlo, un litro de aceite de bidón valía 20 duros y el kilo de azúcar 15 duros; Lo que vendían como aceite, era como de engrasar máquinas por el humo que hacía al freír, ya que había que salir de la cocina por el olor y mal ambiente que se creaba.

Su hermano José, 10 años mayor, llevaba los vales de carbón con “la Rubia”, la yegua del abuelo a los pueblos y según la distancia le pagaban 2 o 3 pesetas. Aquel día le tocaba a Los Caleyos que, desde el cargadero al pueblo había 8 kilómetros y le daban 5 pesetas porque echaba el día y dos viajes (8x2x2), pero ese fatídico día tuvo la mala suerte de tropezar con aquellos asesinos, a menos de 300 metros de casa que lo pararon, arrimaron la yegua a la cuneta y le pegaron dos tiros y se quedó sin la yegua, sin las 5 pesetas y los dueños del vale, sin carbón.

No eran los únicos, ya que en aquella parroquia dieron tanta leña, que la llamaban la pequeña Rusia, al parecer no tan asesina como ahora, pues hasta enviaban a muchos niños “llamados los niños de la guerra” a ese país.

Sus otros hermanos mayores, también aprovechaban lo que podían, de los restos que tiraban de un taller eléctrico de maquinaria, junto al río y cerca de casa, para vender a la chatarrería que les pagaban el kilo de cobre, entre una y una cincuenta pesetas, dependiendo del tamaño.

También les compraban las suelas de las zapatillas de las que aprovechaban la goma, dejando a Celia y a él, al cuidado de la casa y de las dos hermanas gemelas Dolores y Betsabé que, aunque no se defendían, ya se valían.

El miedo, el hambre y la miseria, incorporadas a las carencias alimenticias y sanitarias por la guerra civil, son sus primeros y amargos recuerdos y, en consecuencia, la base de su carácter reivindicativo de la justicia y derechos de los trabajadores, a los que dedicó toda su vida.

Cuando su hermano mayor, cumplió 15 años lo contrató un señor que tenía mulas para el arrastre de carbón, en la mina que había cerca de casa, para llevar las lámparas a los mineros que trabajaban en otras minas de montaña. Le aparejó la mula que le parecía más mansa, empezando a ganar algo de dinero, los días que lo necesitaban.

Con 5 años y su perro acompañaba a su hermano que le llevaba 6 años para que le enseñara donde tenían que llevar y cuidar las vacas al monte y así, estuvieron dos años de aprendizaje hasta que, a su hermano con 13 años, le dieron trabajo en una barriada y quedó solo cuidando las vacas ayudado con el perro, que aprovechaba algún vecino, arrimando sus propias vacas que compensaba con algo de pan, chocolate y hasta chorizo, que escaseaban en casa.

A su padre lo metieron preso en la guerra y no fue liberado hasta 1942, gracias a unos familiares de derechas que tenían mucha influencia, con la obligación de presentarse cada día, excepto domingos y festivos, al cuartel de la Guardia Civil que él, ya había cumplidos los 7 años, cuando volvió a su trabajo de barrenista en la mina.

Lo enviaron a la escuela de una maestra, “jefa del Movimiento” de la Parroquia, hasta que vino su padre de la cárcel, al que no conocía y preguntó que quién era la maestra y al decirle quien era, movió la cabeza. Después de darle un abrazo, prometió que no volvería más a la escuela, ocupándose su padre de enseñarle desde entonces, aunque ayudado con algún coscorrón.

Eran tiempos de “cartillas de racionamiento” y había tanta miseria y hambre, que recuerda ir detrás de los que compraban cacahuetes, para recoger las cáscaras que iban tirando, para meter algo al estómago y lo mismo, con los plátanos que, si tiraban la piel, la cogían y se la comían. No había contadores (de contar), el hambre que pasaban y no se morían, de casualidad.

Su hermano mayor, con 17 años, hacía de padre (responsable varón de la casa), y el segundo hermano (dos años menos), a los 13 años lo emplearon para machacar piedras y hacer grava para asistir a los canteros que hacían los muros para la carretera al pozo Santa Bárbara (después pozo Cerezal).

A 80 o 90 metros de su casa, había una boca mina y todo el arrastre de interior, lo realizaban con mulas y a menudo, sufrían accidentes y si quedaban inservibles, como cuando rompían una pata, las sacrificaban ofreciendo la carne a los que la quisieran; La mayoría eran recelosos de comer aquella carne, aunque algunos retiraban pequeñas porciones, pero en la suya no la comían, porque era de animales con los que trabajaban y asimilaban a compañeros de trabajo y por eso, era entendible el rechazo a comérselas.

Las mulas de las minas no solo arrastraban los vagones con el carbón, las usaban para transportar de todo, las barrenas de los barrenistas, los postes, materiales y todos los elementos de trabajo de los mineros, por lo que no dejaban de ser compañeros imprescindibles.

En la primera comunión a los 8 años, llevaba pantalones remendados y alpargatas de las que llamaban “argentinas” y como era algo presumido, trató de disimular los remiendos tapando la parte de atrás con las manos, ya que todos los demás llevaban ropa nueva de sastrería. Una vecina muy lucida, que llevaba un traje blanco precioso, se le arrimó y no se separó de él en toda la ceremonia.

Entre los 8 y los 10 años pasó más tiempo con sus abuelos en Labayos que en su casa, un pueblo de montaña, muy bonito en el que vivían sobre 90 vecinos y solo tenían un caballo, dos burros y una burra para repartir los vales de carbón, que allí no había escombreras para el rebusco, situadas en la parte baja del valle.

Las vacas, además del aprovechamiento de leche y las crías para el matadero, las dedicaban al laboreo de la casa para tirar del arado y de los carros en la recogida de las cosechas, cuchar y abonar las fincas y lo que se necesitaran hasta que ya no servían por edad o accidentes, que las vendían al matadero o enterraban sus restos en el monte si morían por enfermedad. Solo los más ricos tenían un caballo, para el señoriteo y salir a cortejar, que el caballo vestía.

Su abuelo también tenía prados y la hierba se guardaba para el invierno, pues cada año caían 3 o 4 nevadas y el ganado tenía que quedar en la cuadra y no podían salir a pastar, porque los pastos estaban debajo de la nieve.

En las tierras, después de recoger el maíz, se sembraba alcacer, ballico, panizo y nabos y remolacha y como él de chaval que andaba cuidando ganado por el monte, conoció aquellos rebaños en los que había vacas casinas con crías y yeguas con potros por el monte, o a la vera de los prados y las fincas.

Las castañas eran alimento principal para combatir el hambre que, además de alimentar a las personas, era el producto de engorde de los cerdos para la matanza.

Los montes estaban pacidos y casi segados, para coger cama en las cuadras para las vacas, tan limpios como un prado recién segado y cuidados para provechar las castañas, los frutos y hasta las varas de los arbustos para hacer cestos, mangos para las herramientas y auxiliares de la casa y de las cosechas. Se aprovechaba todo y lo hacían todos.

Había tanta escasez que, hasta se aprovechaban las moras y los frutos de los matorrales de los artos de la vera de los caminos, las hierbas para los conejos y los desechos cuando se secaban, para la lumbre de las cocinas y ahumado del embutido, por cualquier transeúnte interesado.

Recuerda con amargura y no se olvida, cuando con 10 años, acompañaba a su hermana, que venían con una lecherina de porcelana casi llena de leche, de casa de su abuelo en Labayos, bajando por el monte en un castañal que llaman el Pandu, salieron dos “brigadillos” que cogieron la lechera y la vaciaron en el suelo.

Pasado el tiempo, uno de los brigadistas, que era fotógrafo y familia, montó un negocio en El Entrego y un día que se encuentran, /le dice Oye, no te veo nada por el “Hogar”.
Yo te vi a ti, cuando me tiraste la leche en el Pandu. ¿O crees que se me olvida?

Empezó a trabajar en la construcción a los 12 años con un vecino un año mayor, en una casa de planta baja para darle un piso y tenían que tirar los ladrillos de andamio en andamio a mano, (hasta que llegó la roldana, que aquello ya era nueva tecnología).

Para llevar la pasta (cemento y arena), cuando iban subiendo la edificación en altura, se hacía con dos tablas, una atrás para que no se le cayera la masa y tenían que arreglárselas, a pesar de ser un crio, ya que había que llevar algo a casa. (Se ven en la televisión, reportajes de Biafra, el Altiplano y zonas de países lejanos, a niños con 5 años cargando y subiendo “cestinos cargados con cemento” ocupados en la construcción) y una cosa es verlo y otra muy distinta, pasarlo y recordarlo con 88 años, como lo cuenta él ahora.

A los dos años, se fue con un cantero que estaba haciendo una casa para Oscar (el nieto que quedó con su madre que dejó el abuelo Vicente y por tanto su primo, que había estado en la guerra con el franquismo), y le pagaba 14 pesetas (2 más que el albañil. El vecino siguió en la construcción y con el tiempo, se quedó con el negocio del constructor, que dedicaba más tiempo a la diversión que al trabajo y cuando se dio cuenta, estaba en la ruina y tuvo que dejar el negocio).

El vecino se hizo albañil, un buen profesional e hizo casas y edificios en el Entrego, con los que ganó suficiente dinero (y sigue siendo el mismo, como si no tuviera un duro, no es que ande como un trapero, tiene gallinas y todavía las atiende y cuando se cruzan por la carretera le pregunta ¿A dónde vas pariente? Las obras que hizo están ahí para verlas, le dan fama, dinero y la personalidad que tiene).

Cuando terminaba con el cantero, iba a por su padre, para barrenar a maza, los agujeros para introducir la dinamita y arrancar la piedra de la cantera. (Como ya trabajaba entre mayores, ya era otra cosa).

Se apuntó a la escuela nocturna que daban gratis a los analfabetos, un maestro más bueno que el pan que, a veces, lo dejaba de vigilante cuando no estaba, por si alguno salía a echar un cigarro, para que nadie se pasara.

Como había nacido a 80 metros de una boca mina, iba a ducharse con los mineros, porque en casa no había ducha, ni váter, ni nada. Esto no ocurría solamente en su casa que, como ellos, estaba la mayoría en aquellos pueblos de las cuencas mineras, donde apenas había partidarios al régimen de Franco.

Los no aproximados al régimen sufrían las represiones, aunque no tuvieran culpa, ni conocían nada de nada porque, ¿qué saben los chavales sin formación y obligados a trabajar desde niños?

Si se quiere contar la historia como él, o lo tienes escrito que era imposible, o lo guardas en la memoria, que no está contando ninguna cosa que sea mentira, que es todo verdad y lo padeció y lo vivió con su familia, como tantas y tantos de este país, que sufrieron la represión.

Llegó a tener 40 0 50 conejos, que su padre los vendía a un primo carnal suyo.

(* Porcaces: (puercos, término de la guerra en Asturias, referido a personas que se comportan de manera desvergonzada, descarada o atrevida como los desalmados y asaltantes)

Texto agregado el 03-12-2023, y leído por 199 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-12-2023 Y no es fantasía lo que cuentas, Triste realidad 5***** yosoyasi
 
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