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EL ERROR DE LARRY.


Primera parte.

Capítulo primero.
Narrador.

Pese a ser abundantes en aquella matanza, se habían acabado los fritillos, y aunque no faltara quien le echara la culpa al gato, estaba en mente de todos que a tal felino no había que buscarle cuatro patas, al menos en aquel desaguisado. Se nos habían echado encima, por otra parte, las tolendas carnavalescas, con mayor premura que otros años, pues en el presente, el plenilunio del monte calvario se adelantaba un poco. Todo a mayor realismo de la función. Fuera, el mercurio, marcaba tres coma nueve grados centígrados. Ni frío, ni calor, aunque menos calor que frío. De la cochiquera había salido un vaho entre nauseabundo y cálido. El pobre animal se resistía a morir, y al chiquillo, resuelto al principio a hacer tajadas del cochino, le han brotado dos lágrimas en los ojos.
El padre, sin embargo, no ha tenido, por ello, ninguna conmiseración. Con aquellos gruñidos y el caudal de sangre que ha brotado de la garganta del cochino, el muchacho ha abandonado, quizá de una manera traumática, la infancia. En ese momento, una oleada de amor puro se ha disipado plenamente, lo que ha completado la escena, aunque nadie lo haya percibido, pues el chico es reservado, y sólo él sabe que anda enamoriscado. Entre la paja y el llanto silencioso del niño, los miembros de la familia, a través de un lazo, han dado cuenta del animal.
El muchacho se ha acordado de su compañera de colegio y, también en ese momento, ha descubierto que su amor no es correspondido. Era como si el cochino, en un acto de venganza frente a sus matadores, hubiera querido compensar al chaval, que asistía a la escena en un segundo plano, sin afanes ni aspecto de matarife. El espíritu ha pasado del animal al niño, blindándole frente a las hipocresías de la vida. Después ha comido de sus carnes- le gustan los fritillos-, pero el animal ya no lo ha podido ver, muriendo con la sensación de suscitar la compasión de alguien distinto a sí mismo.

El padre de Larry- el viejo.

Aquellos espíritus- los de tal tiempo-, que se encontraban en forma larvaria, luego se han desarrollado, y, ahora, fuera los prejuicios y en un mundo presidido por la higiene, ocupan un espacio desmedido. Es como si el tiempo, que andaba comprimido, se hubiera expandido de repente. Hay quien sostiene- uno mismo- que han sido nuestros hijos quienes nos han quitado, fundamentalmente, la capa de ignorancia que nos cubría. Sin embargo, a ver cómo vivimos con tal certeza, que nos relega al fondo del armario ropero de la historia. Sea quien fuera el artífice, los resultados están ahí. Palpables, demostrables. Sólo un pequeño detalle nos atormenta: pagar la factura.

Narrador.
Por ello, el muchacho de la infancia truncada con el espíritu del cochinillo, trae malos recuerdos; los que producen lo que imaginan que lleva en su memoria.

El padre de Larry- el viejo.
De momento hemos llegado todos a buen puerto. Entre el episodio de la cochiquera y el momento de la factura, han transcurrido treinta años. El muchacho ha dejado de serlo. El cerdito se llevó su espíritu de amor, y él, se vio provisto de realismo.

Narrador.

Aquel hombre tenía una facilidad asombrosa para hacer sonar un pedo. No es fácil, no crean. Que en primer lugar, hay que conservar los conductos convenientemente prestos. Aquellos pedos tan diáfanos eran la envidia de la vecindad, la novena de Beethoven en pedo. Además, como los hacía sonar con profusión, mantenía una afición, que, de otra manera, hubiera perdido. En aquel país, los pedos tenían bastante predicamento. Si no resultaban olorosos, en cierta manera, alegraban el espíritu. Se quiere decir que no eran de por sí aborrecibles, como una muestra de falta de educación, sino que formaban parte de la cultura y del folklore. Y ahí radicaba el arte de Benjamín, que así se llamaba, que era capaz de tocar el himno nacional con el culo, cuando estaba inspirado- bien es cierto. De haber habido concursos de pedos, posiblemente no hubiera tenido rival, e incluso, y según la afición, podría haber hecho de ello oficio. De hecho, Benjamín, pensaba que tenía más mérito aquella facilidad suya que muchas otras, sobrevaloradas, como las futbolísticas, y que de haber habido más humor en general en la sociedad, se habría apreciado en su justa medida y término.

Capítulo segundo.
Narrador (refiriéndose al padre de Larry, el viejo).

- De haber sido enteramente libre, en lugar de pergeñar historias increíbles y totalmente deslavazadas, me hubiera gustado haber sido jugador de polo- dijo el hombre, envuelto prácticamente en el delirio, cercano a la muerte.
Mientras, los deudos, se arracimaban alrededor de la cama, inquiriendo por el lugar exacto donde guardaba el dinero. Pero el hombre insistía en que sus aficiones literarias habrían sido sustituidas por el deporte del mazo a caballo, de buen grado. Y señalaba a la librería, donde tenía los archivos con todos los escritos que había logrado reunir en vida. Sin embargo, la atención de los deudos se cifraba en otro tipo de esquelas.
El mundo, mientras tanto, estaba también en otro tipo de negocios. Era lógico que los herederos se ocuparan de tema tan prosaico, pues sus hipotecas no se pagaban solas, y en general precisaban del vil metal para todo tipo de agencias, actividades y encomiendas. Pero el hombre, postrado en su lecho de muerte, insistía en su afición secreta por el deporte del mazo, sin que nadie de los presentes pudiera explicarse aquel interés repentino del abuelo.
- Veis mi extensa obra- decía dirigiendo el dedo índice hacia los estantes-, pues bien- añadía-, lo cambiaría todo por haber jugado una sola vez a polo a caballo.
Los circundantes no daban crédito a sus oídos, pues en aquella casa no había habido cuadra, ni se tenía constancia de más animal que no fuera un gato, por lo que insistían con vehemencia sobre el lugar de los dineros, al ver en aquella repentina afición un delirio premonitorio de cercana muerte. Y, sin embargo, al abuelito no le sacaron de la exposición de aquellos deseos íntimos, expirando completamente ajeno a los requerimientos de los sobrino- nietos.

Capítulo tercero.
Larry.

No se ha puesto excesiva atención al fenómeno, pero, creo, que es llegado el momento de dar constancia del hecho: las suelas de los calzados de ahora se cuartean, lo que, si el tiempo es bueno, puede servir, inclusive, de refrigeración, pero que resulta altamente desaconsejable para pavimentos mojados o fríos. Cada cual soporta religiosamente sus inconveniencias, no obstante, llevado a escala planetaria resulta una estafa de monumentales dimensiones.
A ver quién explica a la industria del calzado que el material con el que elaboran sus suelas no sirven para tales cometidos y encomiendas.
El asunto no es baladí, y se han elaborado leyes para preservar intereses más nimios. Temas más insignificantes han merecido el favor del legislador. Quién se está lucrando indefinidamente con la referida estratagema- pregunto.
La literatura tiene también que tomar partido en relación con estas cosas. Mismamente quien esto escribe, y en el momento en que lo hace, comprueba cómo el frío del suelo asciende levemente entre el intersticio que ha propiciado la composición de su suela. Pero lo que aquí se viene a denunciar, no es este caso puntual, pues la circunstancia lleva camino de hacerse fenómeno. Estas suelas de pasta, es menester proclamarlo de una vez por todas, hay que retirarlas del mercado. Llevarlas a competencia y erradicarlas para tales menesteres, pues el referido procedimiento, obliga a deshacerse de un material cuyos restos podrían resistir durante más tiempo, constituyendo un desperdicio de recursos que deberían de ser utilizados con mayor eficiencia, y supondrían un elemento de sostenibilidad, amén de aliviar los bolsillos de los ciudadanos que no se pueden permitir elegir un calzado de alta gama, y, por tanto, sin tales inconveniencias, por lo que insto a poner manos en el asunto desde estas páginas.

Capítulo cuarto.
Larry.

Sonaban "las danzas guerreras" de Borodin en el aparato, cuando se hizo la hora de ir a por el pan. Pero no era prudencial acudir sin cautelas, pues tras la primera esquina podía aguardar algún suplantador de personalidades, dispuesto a hacer su agosto. Así que, con mis zapatos cuarteados, de pasta, no hice tránsito, sino estancia, al menos hasta que acabaran las danzas. Pero llevábamos muchos días en danzas, muchos meses en danzas, y casi un lustro. Mientras, iba cayendo gente a nuestro alrededor. El último había sido Pedro- el que hubiera hecho de padre para mí durante mucho tiempo. Mi mundo, mi casa, se sostenían también por pura inercia. Apenas la suficiente energía para darle al botón de la "cepeu" y abrir la carpeta pertinente. La última se titulaba- lo que da prueba de la energía que me sustentaba-"nueva carpeta", en la que se desgranaba una "carpetovetónica" historia, fruto de la potencia de mi memoria, más que de la capacidad de fabular cosas nuevas. Sin embargo, no cejaba en el intento, y con la fe de un oficial de marina, alcanzaba todas las mañanas para pulsar el botón. Por las fiestas, el estrés llegaba a altas cotas, lo que me sumía en un estadio parecido al estupor, y muy en relación con el bloqueo mental y el desamparo. Pero era que mi caso no tenía parangón. Para que prosperara, tenía que sucumbir el mundo alrededor. Y pensar que uno había danzado aquellas danzas de guerra del príncipe- me planteaba. Aquel destino no podía ser más que de hambre, con cierto halo romántico, eso sí. El brutal desamparo basado en criterios de desamor.

La supervivencia de la estirpe es un asunto de mucha enjundia, pero supone mucha hipocresía, mucho cambio de lentillas alrededor, y sobre todo, y antes que nada, mucha contención de los sentimientos con todo el desgaste de energías aparejado.
Cuando iba a tomar la drástica solución; la de las soluciones definitivas y esperadas, sonó el teléfono. Que se me requería para no sé qué historia en no sé qué lugar. Fue en ese momento, cuando, creo, se me desencajó la mandíbula, y, desde entonces, como de lado.
Finalmente, la llamada era de unos tramoyistas que requerían de mis servicios para una puesta en escena. Una rodaja de salmón, mientras tanto, se estaba haciendo en el horno. Un tanto apresuradamente dije que sí. Quizá para evitar que el salmón se me quemara. Con el tiempo me di cuenta que la tramoya era yo, pero eso sí, el salmón me lo despaché bastante a gusto. Más tarde di un paseo, para bajar la comida, y, justo cuando pensé en dar la vuelta, empezó a llover. Ya dentro, el ajetreo vehicular de la calle se empezó a hacer patente. Mientras me secaba, se fue haciendo hora de cenar. Siempre pasa cuando llueve, que empieza el jolgorio y ajetreo no se sabe bien por qué. Entre unas cosas y otras, se hizo la hora de dormir. Por aquellos tiempos, llevaba un horario monástico, por el que, con la puesta de sol, me iba a la cama, y a la hora tercia despertaba hecho un quinto.

Capítulo quinto.
Larry.

El espíritu de belcebú, príncipe de las tinieblas, me precedía como una sombra inversa. De alguna manera se había instalado en mi vida, y era muy difícil dar al traste con él. Por mucho que me demorara, allí iba conmigo, y si la emprendía con premura, tampoco me libraba de su presencia, empezando a ser consustancial a mi persona, amenazando con hacer imposible la diferenciación. Sobre todo en verano, aunque no me abandonaba en todo el año, se hacía más patente. Con el tiempo cálido iba uno imbuido todo de Satán. Antes de coger la palabra tenía que tener presente tal circunstancia y desechar de antemano del discurso cualquier reminiscencia luciferina que podía hacer. La palabra "azufre" y "exorcismo" estaban de por sí descartadas y había otras relacionadas con la materia teologal que podían ser introducidas, pero con las debidas cautelas. Para nada del mundo estaba interesado en la referida identificación, y así, aunque hay personas a las que parece gracioso compararse con el ángel caído, no es uno de tal parecer, ocasionándome más molestias que ventajas.
Sin embargo- paradojas de la vida-, cuanta mayor distancia quería poner entre el maligno y mi persona, menor éxito tenía en el proyecto, llegándose a una relación alarmante, sobre todo en verano, como se dijera, de identificación.
Por el mal tiempo, como quiera que descienda la presión atmosférica, había más espacio para el desgajamiento, y aunque no lograra arrancarme enteramente aquella piel, razón por la que al subir las temperaturas se hacía más notoria su presencia, se hacía la circunstancia más tolerable. Por tal hecho, y al tratarse de entidades diferenciadas, se hacía angustiosa la coexistencia, desagradable la convivencia con aquel engendro, del que me quería separar.

Capítulo sexto.
Larry.

Después de los tramoyistas, se hizo un paréntesis laboral, que, en principio, no supe a qué achacar. Las telarañas se empezaron a adueñar de la alacena y espíritus distintos a los de satán empezaron a desfilar por el tracto digestivo de un servidor. Por otra parte, en la villa, la diversión estaba servida con mis vicisitudes particulares en torno al asunto alimenticio, que no es cuestión baladí. Aligerado por el exorcismo de la última noche, había empezado sin embargo a surgir un problema alimenticio que no sabíamos qué consecuencias podía ocasionar. Fuera, el silencio era tan grande, que daba impresión de ser la calle un cepo para ratones, dispuesto a dispararse sobre el primer incauto que acertara a pasar.
Con el exorcismo, en general, la sensación era de libertad, pero no todo eran ventajas, pues se echaba algo también en falta. Un par de funerales o tres venían haciéndose exigencia. "Siempre muere Satán", escribí en un folio. Desde el averno, los espíritus desahuciados clamaban venganza a los deudos. Éstos, con el sentimiento de culpa pisándoles los talones, estaban dispuestos a seguir al pie de la letra el plan.

Capítulo séptimo.
Narrador.

La lluvia había cesado repentinamente, y el arroyo, cargado, emitía un rumor distinto. Con tal contrapunto, la jornada empezó también a ser diferente, mientras, las gentes, asaeteadas por las diminutas gotas, se iban también cargando de paciencia; de la paciencia que hace falta siempre cuando llueve y no se lleva un paraguas. Las palabras se iban derramando sobre la pantalla, de una forma similar a como la lluvia cae del cielo: artesanalmente. Aquel escrito-río tenía que tener alguna forma de desaguar. En definitiva, hacía un buen día para un funeral.
Un funeral previo y unos bollos después, como proverbialmente se dijera que venía el "vivo" tras los oficios mortuorios. El que escribía el río novelado, sólo interrumpía su rutina en los velorios. No había días de fiesta que alteraran sustancialmente su actividad. Cuando estaba cansado, el cuerpo le pedía un buen funeral. Y así, entre sepelios y comidas, transcurría su vida, más mal que de cualquier otra forma. Aquel día había alcanzado altas cotas de hilaridad. Se había estado riendo como no hacía desde algún tiempo. Le había hecho gracia cierta ocurrencia que le viniera a la cabeza espontáneamente. Se trataba de un chiste en relación con la verdad. Esa parte de verdad que le hacía gracia, pero sólo al que veía el asunto desde fuera. Los sepelios también le hacían bastante gracia, pero, en lo posible, procuraba no dar testimonio de ello. Era de la opinión de que era necesario un cierto margen de falsedad.
Aquella novela-río, sin embargo, precisaba de canalones de mayor calibre si no quería verse anegada por sus propias aguas. Escribió: la verdad es sólo patrimonio de los desprejuiciados y de los ricos. La segunda categoría le pareció un auténtico hallazgo y no lo corrigió. Y era cierto que se veían asediados con el cuento de toda habladuría que se preciase. Quizá la gente buscaba el enriquecimiento como medio para la obtención de información. Pero, como todo en esta vida, conoce su excepción.
Echó cuentas y descubrió que durante el mes que se abría contaba con ocho euros, de media, diarios.

Capítulo octavo.
Narrador.

Aquellos escritos estaban mediatizados por la presión. Se esperaba que en cuestión de días se revirtiera el destino de una manera definitiva. O no; que también cabía esta posibilidad. El viento, por otra parte, sonaba como el tubarro de una moto con el escape trucado. Era más fácil que se acabara el mundo, que terminara bien su propia historia. Después de un buen entierro, venía, casi siempre, una pelea por la memoria del muerto. Por ello, el hombre, no acudía a tales eventos. Sólo si había habido una relación laboral con el muerto, acudía, por la confianza que le despertaba el tener luego la fiesta en paz. Fuera de tal circunstancia, no. Aquellos tsunamis emocionales le habían revertido malas sensaciones, malas experiencias. Contó el dinero que le quedaba y llegó a la conclusión de que tenía exactamente para un mes, pero lo peor de todo era que no tenía a nadie a quien dar un sablazo en toda regla. Contaba con la benignidad del jurado de un premio literario y con la normativa agraria comunitaria. El resto del camino era una agonía perenne, una cantidad perpetua en definitiva. Pero lo que peor llevaba eran la sed y la agonía. No era probable que saliera indemne de las próximas acometidas. Sin embargo, para la sed, tenía la fuente de la esquina.

Capítulo noveno.
Narrador.

Quizá, la salida más digna hubiese sido bajarse los pantalones, pero el hombre le tenía mucho respeto a tal adminículo y no lo tocaba nada más que para meterse en la cama, en cualquiera de las diferentes modalidades, principalmente en la "dormitoria". El calendario deportivo estaba llegando a su fin. Su equipo aguantaba en mitad de la tabla, con alguna expectativa por aferrarse a los puestos de Europa en la siguiente temporada, pero con pocas alegrías dialécticas, besando las más veces la lona. También tenía afición a la práctica personal del water polo. Sólo que la piscina más cercana distaba bastante, constituyendo la afición, más que otra cosa, un deseo vano, una quimera.
Allí era menester un buen sepelio, aunque fuera el propio (se decía a sí mismo Larry); pero la villa exigía, precisaba, necesitaba como agua de mayo, un entierro, con su cura solemne y sus plañideras, en toda regla; hasta el punto de prestarse ( él mismo), si no había otro remedio. La paz social, la paz social- decía el hombre cada vez que alguien le prestaba oídos- lo exige. Y, por lo tanto, lo decía poco, pero estaba convencido de que tal era la única utilidad del hombre. Morir, al fin de tener contentas a las mujeres, principalmente, aunque existieran otras causas secundarias.
El camino del camposanto, ornado con árboles mortuorios, lo formaba una cuesta pina y recoleta. La ciudad de los muertos albergaba suntuarias piedras y esculturas, que no se vieran en la población, y, cuando le daba el sol, era un paraje alegre.
Allí se debía estar tan a gusto, por lo que cuando lo pidiera la afición, había que estar presto a dejarse llevar en caja. Era el momento; lo venía diciendo días atrás: allí era menester un sepelio, con su caja y con su muerto. Puestos a pedir, sin embargo, pensaba Larry, quería que le hicieran un sepelio indio; que había visto las necrópolis de las tribus en los westerns. Es decir, imposible. Le gustaba toda la liturgia del nativo americano. De hecho, estaba convencido de que era la forma de vida más digna, con el respeto por la naturaleza y su integración como un elemento más de la existencia. Aquella cultura, estaba convencido nuestro amigo, no precisaba muertos. No necesitaba fagocitar nada, pues la muerte se integraba naturalmente en el ciclo de la vida. El dios viento y la diosa lluvia, con las extensas praderas llenas de búfalos y aguas cristalinas y curtidos a los soles del verano y los días gélidos del mal tiempo, eran suficientes.

Que lo había visto en "la casa de la pradera", y aquel sistema era mejor. La savia estaba haciendo su fuerza, arrastrando a cualquier bendito que hubiera olvidado la extremaunción. El brazo secular de la Iglesia estaba levantando la veda anual. Era una buena fecha para sucumbir; lo había hecho su patrocinado y lo podían hacer los demás. Aquella cultura del sacrificio humano, lo venía exigiendo, por las primaveras, al compás que las margaritas hacían su aparición. Los inocentes, antes que los culpables, emprendían el camino de la cuesta pina y el extenso solar que se hiciera agradable con el sol. Lo peor de morirse, sin embargo, pensó Larry, era colaborar a mejorar el ambiente a los asiduos, que parecían disfrutar entre las tumbas y los parterres. Era la única objeción que encontraba a la muerte: servir de plataforma de gozo a unos cuantos desaprensivos, que acudían allí, principalmente, a conjurar el peligro, a hacerse inmunes a la muerte, insultando de alguna forma a los incautos o desafortunados que se habían dejado coger entre las hoces de la parca.
Venía haciendo falta un muerto sonado, una catarsis, un nuevo Espíritu Santo- así en mayúscula, como se decía que había que escribirlo en la escuela- que nos viniera a subvenir. Lo pedía la afición y el ambiente. Aquella Semana Santa- también en mayúscula-, si nada lo evitaba, habría, por fin, en la población un Cristo. Un Cristo que ayudara a comprender a las gentes simples que llevaban razón.

Capítulo décimo.
Narrador.

Allí se precisaba un muerto y un ascensor. Tantas preces y rogativas se habían hecho al cielo, que, por una suerte de aclamación popular, el destino había tenido a bien satisfacer el deseo. Sin embargo, el elegido, no estaba por la labor. Que se muera Madero- dicen que dijo, cuando le hicieron sabedor de la nueva. Y ya no hubo manera de arrancarle otra declaración. Había, sin embargo, tal unanimidad, que hasta él mismo, cuando bajaba un poco la guardia, se tenía por candidato a la hora de las alabanzas. Sobre el ascensor, sin embargo, existía unanimidad, y nadie en un momento dado había puesto objeción alguna, barajándose, incluso, la posibilidad de quedar todo el mundo conforme si se instalaba rápido el mecanismo, sin necesidad de ordalía, ni sacrificio ritual. En realidad, y bien mirado, entre un ascensor y una caja de muerto, había una identidad sustancial. Entonces, Larry, empezó a concebir la posibilidad de que el proyecto de aquella caja de muerto vertical, le podía estar siendo de gran utilidad, de gran ayuda.

Capítulo décimo primero.
Narrador.

A veces, desde la posición de nuestro amigo, se oía al autillo. Así, a vuela pluma, y por la distancia, debía de apostarse en los cipreses del camino del Camposanto. A medida que anochecía, y si el aire venía del norte, se hacían más claros sus reclamos. De vez en cuando, alguna víctima, lastimeramente, daba cuenta del acierto de la rapaz. Y, nuevamente, su reclamo, hasta que algún ratón incauto acertaba a pasearse dentro del campo de acción del ave nocturna. Iba para el año que transitara la vía el abuelo, para no volver más.
Aquel viaje, sólo de ida, era el único, probablemente, definitivo. Era difícil sustraerse a la idea de que el ulular no tuviera relación con el espíritu del anciano. De alguna manera, se trataba de un instrumento de comunicación con el que paliaba la soledad que había dejado el viejo. Caminando solo, sin embargo, durante las noches de invierno, aquel medio de ahuyentar soledades, cobraba un matiz distinto, de antesala horrísona del infierno. Daba la impresión de que, después de la posición que ocupara la lechuza, empezaba la nada, y que el viento frío que azotaba la cara, era el aviso de la naturaleza de que aquel punto era el final de aquel camino.

Capítulo décimo segundo.
Narrador.

Desde la muerte del anciano- había observado Larry-, venían a su puerta con los reclamos más inopinados. Era una costumbre que estaba empezando a cobrar dimensión de fenómeno. Rizando el rizo interpretativo, estimaba que había una relación estrecha entre la persistencia de aquellos hábitos y la soledad final que se había revelado. También quedaba claro su escaso poder de convocatoria. Era evidente que el statu quo y él eran un tanto irreconciliables. Si había una fuerza capaz de movilizar aquel cúmulo de esfuerzos conjuntados, podía empezar a pensar que tenía los días contados. Atrás quedaba la infancia, y los matarifes, que en su niñez la habían emprendido con el cochino, estaban afilando los cuchillos, nuevamente, tantos años después. Su vida, pensó, era tan árida como el páramo en un largo verano. Sin embargo, por más vueltas que le daba, no podía siquiera sospechar qué interés podía haber en molestar a un hombre, que, sobre todo después de la muerte del anciano, apenas contaba. Eso, o que había un interés estratégico en su existencia que se le escapaba. Sólo el autillo noctívago y sonoro de las tapias del cementerio, le reconciliaba, en cierto modo, con la vida. Su vecino- el que era capaz de peerse a conciencia- también contribuía a que siguiera su puesta de escena en el mundo.

Capítulo décimo- tercero.
Narrador.

El tamaño de la hostia que se acababa de dar en la penumbra, con el mueble, era directamente proporcional a la velocidad que llevaba y a la parte de la tibia en que se había dado. Teniendo en cuenta tales variables, pensó que le dejaría de doler exactamente en el transcurso de cinco minutos. Alertado Benjamín del episodio, pues andaba siempre oído avizor de los aconteceres que transcurrían en la casa de su vecino, se personó rápidamente por si era precisa su asistencia.
Y, de paso, soltarse unos pedicos.
Como quiera que no fuera menester ambulancia alguna, ni asistencia médica, Benjamín, también presto a la conversación en el momento u ocasión que se terciara, inquirió por la procedencia del estrépito. De no haber sido por el autillo y Benjamín, Larry, probablemente, hubiera empacado para el viaje eterno, pero, el último, siempre acababa por hacerle reír. Aquel hombre, por no se sabe qué suerte de autorización, tenía derecho de circulación por todo el perímetro que ocupaba la vivienda del accidentado, sin, y esto era lo curioso, reciprocidad alguna. Sin embargo, como era tan simpático, el escritor aficionado no veía en aquello matiz alguno de imposición, sino una circunstancia más de la vida. Entraba Benjamín en su casa con una disposición que no podía ser fingida, hasta el punto de formar parte, casi, del decorado de la vivienda. A tal fin, Larry, tenía siempre la puerta abierta, a menos que la climatología lo desaconsejara. Insospechadamente, casi siempre, se abría el telón, que formaban las cortinas al final del zaguán, y aparecía Benjamín, que ejercía, sobre él, y sobre todo desde la muerte del abuelo, una suerte de mecenazgo.

Segunda parte.

Capítulo primero.
Narrador.

Faltaba definición. Aunque no había indicios externos que lo expresaran, estábamos en guerra. Había que asirse fuertemente a un cojín y no soltarse hasta que todo hubiera pasado. Extemporáneamente, habían pasado dos reactores y, con ello, el hombre, caído en la cuenta del noticiero. De no haber sido por eso, se respiraría una normalidad absoluta. Aquella paz de sesenta años era, sin embargo, un tanto ficticia, pues no hay paz que merezca tal nombre si no se puede respirar en todos los lados. Y, ahora, nuestros pájaros plateados columbraban tierras extranjeras. Era tiempo de guerra, y Larry lo anotó en su diario. Pero, para entonces, Larry era un ser casi completamente desahuciado. Respiró profundamente y confió en que los diosecillos que pueblan los sueños le fueran propicios esa noche. Aquello, las inopinadas visitas del pedorro, y tener con qué subvenir a la andorga, completaban una vida ya de por sí anodina.
Pero no había sido así siempre su vida. Que también contó con etapas de esplendor. Sin ir más lejos, no había sido la soledad la que se enseñoreó de su existencia, pues hubo un tiempo en que, quizá sin apreciarlo, había gozado de la amistad y la aceptación social de todo el mundo. Lo restante era un páramo maldito que se había agudizado, más si cabe, con la muerte del anciano.
Y, ahora, para colmo de males, habíamos entrado en guerra.
Durante un tiempo, su vida, había estado al tanto de la calle de sus coetáneos, pero, repentinamente, un hecho vino a dar al traste con aquella expectación. Desde entonces, el silencio y la soledad, hasta aquel momento sólo mitigados por la compañía del abuelo (que lo recogiera siendo un niño- pues era un expósito a la manera clásica, de los del torno de convento y cadenita al cuello, con una placa en cuyo vacío se leía: Larrañaga), se hicieron patentes en su vida y definitivos.
Mientras recordaba todo esto, el sueño iba cayendo sobre sus ojos como una pesada losa.

Capítulo segundo.

Larry.

Bajando la cuesta del camposanto, se podía sentir el frío que procedía de la ribera del río, que podía ser confundido, fácilmente, con el hálito mortuorio de los nichos del cementerio. Si al mismo tiempo te topabas con el vuelo de la lechuza, bien podías imaginar aquel aleteo como el de un ánima en pena transfigurada en rapaz nocturna.
Después pensé: una tortilla de patatas es poco alimento para un campeón. Acto seguido oí el vehículo pesado de la vecindad. Con un vaso de leche podía conformar una cena medio decente. No era una cena de gala, pero mi vida tampoco era demasiado principesca, que precisara excesivas galas acostumbradas. También reparé en que a la mañana siguiente me tenía que proveer de pasta de dientes. Odiaba la palabra dentífrico, tanto como aquellas excursiones nocturnas que hacía hasta las paredes del cementerio, y, más aún, por el hecho de no poder sustraerme a ellas. Me agradaba estar en casa y oír el ajetreo de la calle llena de gente dispuesta a mil tareas. Por la noche decaía el ambiente y entonces podía ocurrir que entrara Benjamín tan campante a hacer balance del día, o no. Con la segunda posibilidad, la consecuencia era la de ir cerrándoseme los ojos, paulatinamente, hasta quedarme transportado, y perder totalmente la atención. En invierno corría el peligro de perder el equilibrio sobre la silla y caer al fuego, pero la vida me había ido proveyendo de reflejos para evitar tales contingencias. Por el verano, lo más que me podía pasar era darme de bruces contra el suelo, ya que era capaz de coger el sueño sentado en una silla de anea. De anea o de lo que fuera.
Fuera quien fuera mi progenie biológica, pensaba, no se trataba de desvelados insomnes impenitentes.

Capítulo tercero.
Narrador.

Larry esperaba de su vida una mejora, una expectativa, lo que había visto en el hogar del viejo. Sin embargo, había transcurrido ya suficiente tiempo como para perder la ilusión. Lo máximo que podía concebir, después de tanto, era sobrevivir al siguiente verano. Una barrera de soledad, como un cinturón inexpugnable de piedra, lo rodeaba. Había que tener muchos bemoles, pensaba, para atreverse a traspasar la barrera, y, en consecuencia, nadie la traspasaba. Por otro lado, cualquier intento unilateral por hacerlo, constituía un movimiento esperado, y, por tanto, predecible, y, en consecuencia, destinado al fracaso. Sin embargo, la alternativa aún era peor que el ridículo. La alternativa consistía, básicamente, en asistir al espectáculo de ver precipitarse por efecto de la gravedad sus huesos contra el suelo. Algunos días, Larry, veía el futuro tan poblado de soledad e incertidumbre, que, por si él hubiera sido en exclusiva, habría utilizado procedimientos expeditivos. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, acababa por aparecer Benjamín, con aquella naturalidad suya, que lo sustraía de sus penas, casi instantáneamente.

Capítulo cuarto.
Narrador.

Luego ya fue tarde. Y se veía venir que habría un momento de no retorno. Larry, sin embargo, pensaba que estaba blindado frente a determinados excesos, y que no incurría en ningún tipo de exabrupto inopinadamente, a modo de desenlace antológico; que no tenía secretos para sí mismo, conformándose con lo que creía que era, sin mayor vuelta de hoja, ni estancias secretas del alma, ni ningún tipo de recoveco en la trastienda. Sin embargo, se equivocaba.
Y era el caso que nuestro amigo, se acordó, escatológicamente, de la madre del Redentor. Y lo dijo- Larry- en cierta ocasión de ofuscación. Jamás se le había oído blasfemia alguna, y sus palabras habían sido comedidas y ponderadas siempre. El concepto, que podía haber contado con ciertas ínfulas de pensamiento profundo, en alguien que no pasaba por filósofo, había quedado como una "cagada" sin más. Por ello, luego fue tarde, sin posibilidad absoluta de remisión.
Pero no queda el episodio demasiado fino con tal exabrupto. Baste afirmar que el suceso fue puntual, sin que cundiera el ejemplo- como diría un moralista de los de antes.

Capítulo cinco.
Narrador.

Aquella persiana tenía un perfil superlativo. Un sonido rayano la provocación. Un sonido sayón y escriba, en términos quevedescos. La persiana de Benjamín podía pasar a la historia por significada. Cada vez que daba de sí, Larry sabía en qué ocupación andaba el muchacho, por la hora y la manera de cerrarse. Algunas veces sonaba cortante, como retando a la calle a mostrar sus armas, y, otras, su dulce cadencia, evidenciaba otro estado de ánimo diferencial, menos agitado y más doméstico. Benjamín era una especie de genio de la calle, una suerte de Beethoven local que lograba momentos de alta inspiración, lo que evidenciaba con aquellos sonidos de puerta y ventana. Cuando sonaba cortante, en definitiva, parecía decir que no le merecíamos. Y, era probable, que así fuera, pero ponía en guardia, inevitablemente, al resto de la rúa, que también tenía sus virtudes y merecimientos. Suerte que Benjamín contaba con Larry para suavizarle las asperezas con el vecindario. No había sido una la ocasión en que Larry le hubiera evitado inconvenientes y polémicas de la más varia índole.
Ahora acababa de sonar. Con el tiempo, sin embargo, la calle se había ido acostumbrando a tal devenir sonoro, y asumido que tenía entre la vecindad a un genio al que cada vez más se le iba comprendiendo.
A veces camuflaba aquella puerta de toda índole de onomatopeyas, y sí, lo he dicho bien, quiero decir que tenían fácil traducción al castellano los portazos de Benjamín. Se ve que el hombre andaba concertado consigo mismo, pues no se podía comprender tan diáfana producción, que podíamos decir lindaba lo musical, y sus sonidos parecían auténticos arpegios. A Benjamín sólo le faltaba morir para entrar, a modo de nuevo Van Gogh, en el portal de la fama. Su arte era la escultura. Tallaba madera el hombre a hacha, navaja, cincel y cuchillo, y sus figuras- de esto podía haber dado cuenta Larry- al menos impactaban, por encima de virtudes figurativas o realistas. Después de terminada una obra, era fácil aquel diálogo portular. El huérfano y el escultor habían llegado a cierta comprensión, y así, como Larry comprendiera su obra; el, para el resto, incomprendido artista, tenía también simpatía por el expósito. Por ello, quizá, el escultor fue la única persona que no pareció dar importancia al exabrupto.
Quizá fuese esa la razón, entre otras, por la que cada vez que Larry oía el cortante sonido del persianazo, en mitad de la noche, no le producía espanto ni rechazo.

Capítulo seis.
Narrador.

La vida había ido colocando obstáculos cada vez más grandes para el discurrir de nuestro amigo. Con cada vuelta de timón, iba apareciendo otro nuevo y airado problema. Sólo le salvaba la amistad esporádica que había ido cogiendo con el vecino de las esculturas, de las que, alguien, con menor sensibilidad artística, habría llamado actos de brujas y brujos.
Aquella galería estaba compuesta de unas treinta piezas, que representaban otros tantos bustos de otras tantas personas. Con ahínco la emprendía Benjamín contra aquella, medio obra de arte, medio aparato de descarga. Para Benjamín, que en esto era seguidor de las teorías de Larry, no era el amor, sino la correcta canalización del odio, el aceite que debería lubricar las relaciones humanas. En consecuencia, todo estaba permitido, excepto la violencia. Por ello, había que descargar donde fuera, y Benjamín lo hacía sobre aquellas maderas, que a fuerza de golpes de hacha, se iban convirtiendo, milagrosamente, en los rostros de quienes le torcían, precisamente, el rostro.
Aquella ética democrática había ido a desembocar a la manera artística que se cuenta. Cada vez que veía un busto en un museo, o en la casa de alguien, sentía automáticamente empatía por el dueño y por el autor de la obra. Sólo Larry, de los del pueblo, conocía aquella secreta estancia donde Benjamín se desquitaba de las injurias de la vida mediante aquel sistema artístico. Larry, que tenía cierta sensibilidad, veía en aquellas figuras de madera, la lucha del hombre por su supervivencia, y la renuncia radical a otros métodos, también expeditos, de evitar el dolor de los sinsabores cotidianos.
De alguna manera, con la contemplación de las figuras, en el propio Larry operaba la catarsis referida.

Capítulo siete.
Narrador.

Aquel fin de semana fue aciago, de todas, todas. Con los primeros pasos, se topó Larry con la inquina. Aquel sistema estaba basado en el estar, y, por tanto, en la incultura y la vacuidad. O, mejor, aquel sistema, estaba basado en la incultura, y, por tanto también, en la incultura y en la vacuidad. Quizá, la única excepción la componían nuestros amigos. Había en torno a ellos muchas habladurías tejidas, entre las que destacaba que eran una suerte de nigromantes locos, que lindaban la brujería, inmersos en el más puro esoterismo. Hasta tal punto era ello cierto, que la gente había perdido la vergüenza y les increpaba por la calle. Por ello, y no por otra causa, incurrió Larry en el error de responder a aquellas provocaciones. No tenía sistema alguno de salvar la conmoción, pues a diferencia de Benjamín, no se prodigaba en esculturas de madera. De alguna manera, eran afortunados, pensó Larry: al menos no se había recurrido con ellos a la clásica fiscalización sexual. Que es en lo que suelen terminar tales litigios vecinales- también se dijo a sí mismo nuestro protagonista.
La población constituía un sistema en el que aquellas piezas tenían difícil encaje. Algo que se basaba en una compleja red, de la que Benjamín no encontraba mejor comparación que la del símil de la araña y su operativo de caza, aunque, también, entendía, que aquellas puñaladas en la espalda funcionaban.
Larry era menos imaginativo, y pensaba que el desarrollo era más anárquico y que obedecía a circunstancias ajenas al poder- control, no desdeñando la influencia de mecanismos menos conspiratorios, más sutiles, como el uso que hacía Benjamín de puertas y portadas.
Las de Fidel Benjamín Fernández y las suyas propias eran un buen ejemplo de ello. En esto Larry, se mostraba más reservado, no habiendo hecho nunca un uso abusivo de aquel mecanismo de cierre. Quizá por ello había perdido los nervios e imprecado ni más ni menos que a la madre del dios de las alturas.
En torno a dios había dos posturas: la de los ricos, y, en consecuencia, satisfechos, que no eran ajenos a los buenos sentimientos, siempre que no anduviera en juego el capital; y la de los descreídos, que sólo lo aparentaban. Con el exabrupto, ni que decir tiene, se logró el efecto de molestar a quienes tienen el poder de incluirte en una nómina, antes que a cualquier otra entidad sociológica. Otra victoria más al servicio de la máquina trituradora de hombres.
Sin embargo, no habían contado con Fidel Fernández, un iconoclasta, un poeta de la madera, que había imaginado- menos determinista- el socorrido procedimiento de la indicación de locura, por detrás de Larry, con el dedo meñique. Gesto, por cuyas consecuencias, había perdido nuestro amigo la paciencia. Un gesto tan sencillo y se enemista uno con medio mundo. Hay que ver lo que son las cosas.
Pero lo que era sólo simpatía, se había convertido en amistad: auténtica bestia parda de los exclusores mentados de nóminas. Lo cierto, pensaba Fernández, era sucinta, sencilla y llanamente pasar por la vida con la mayor discreción. A tal fin, Fernández, puertas adentro, la emprendía a mandobles con los leños, logrando una, casi instantánea, relajación total. No era extraño al pueblo el procedimiento, pues en la vida siempre hay precursores, y aunque Fernández había llegado a él por propia intuición, no faltaba quien quisiera cobrarse derechos de autor de aquel procedimiento.

Capítulo octavo.
Narrador.

La genialidad de aquellos hombres derivaba de no dejarse llevar, principalmente, por las apariencias. No es baladí el asunto, que no es frecuente la concurrencia de este tipo de circunstancia en un ibérico al uso, aunque se pueda predicar, en general, de la figura humana. Aquel día de mercado, también, alguien- el receptor del gesto de la locura-, había mascullado un improperio al paso de Larry, y el hombre, mordido el anzuelo, había respondido con el exabrupto hacia nuestra madre salvadora. Con ello se iniciaba un proceso de repudio, sabiamente orquestado, cuyo único objeto, quizá, fuera el cumplimiento de las propias predicciones del pueblo. Esto es; Larry estaba a punto de ser lanzado del municipio al albur caprichoso de la producción de una expectativa.
Aquella megalomanía hubiera iniciado un proceso imparable, de no haber sido abortado por Benjamín Fernández, quien, personado en el lugar de los hechos, casi de manera instantánea, acalló la curiosidad de las gentes con un monumental pedo, que se oyó en toda la plaza del mercado. Por fin, aquella facilidad, como otra cualquiera, había servido a un fin no recreativo.
Se podía decir que la ventosidad había salvado a la humanidad, sobre todo si hiciéramos una sección de esta en la que incluyéramos exclusivamente a Larry; que es siempre el truco que se usa cuando se utiliza la pomposa expresión, pues a la humanidad entera es muy difícil salvarla.
El asunto, como quien dice, cobró un perfil humorístico que relajó la tensión existente, y lo que podía haber sido el principio del fin sólo fue una pausa, cobrando tintes de estadios intermedios. Únicamente hicieron falta unos cuantos mazazos más y el cincel fue transformando la irritación del amigo de Larry en algo distinto.


Capítulo noveno.
Narrador.

La puerta vecina a la de Larry, sin embargo, y tras un periodo de tranquilidad, volvía a las asonadas; y precisamente el día de jueves santo de aquel año. No concordaba tal circunstancia con los rasgos y personalidad de Benjamín, pues precisamente tal día dejaba sus tallas para admirar las de las procesiones. Su arte era, sin duda, más bronco, menos estilizado, aunque tampoco dejaran de tener sus esculturas un aire realista. No podían compararse los estilos, pero tampoco se podía afirmar que el arte de Fernández fuera inferior, solamente diferente. Al parecer, Fidel Fernández- como hiciera Larry- estaba también desbarrando. Quizá conmocionado por su intervención inesperada. La cuestión, paradójica, era que Fernández estaba consternado por una falta de ideas repentinas que le había sobrevenido inopinadamente, aunque quizá pudiera tener alguna relación con su afición al vino.
Larry, fiel a su discreción habitual, tomó la determinación de estarse en casa a esperar acontecimientos. Craso error, pues los sucesos que aquel día principiaron y los tres siguientes prosiguieron, acabaron por dejarle huérfano de amigo. Que, por otra parte, era como dejarle huérfano de todo en la vida.

Capítulo décimo.
Narrador.

El premio literario a que había concurrido se lo había llevado otro habitante del mundo distinto a Larry. En la historia de Larry todo discurría tan mal que era imposible que no fuera cierto. De hecho- lo dedujo a posteriori- era una especie de premonición sobre los acontecimientos que se desarrollarían aquella semana santa.
Quizá incluso- lo pensó un poco más tarde- la inspiración de los hechos que llevaron a la muerte de su amigo. Por la razón, seguro,- un poco después dedujo- de la mano(o el culo, mejor) que le había echado en el ágora-mercado su amigo. Por lo que, en resumen, infirió que él mismo, aunque sin que pudieran acusarle por ello, había acabado con los días de su valedor. En tal tesitura, era evidente, se hacía más eficaz la agrafía en el mundo.
Había compuesto aquel relato por hacerse con unas pesetas, y había estado en la causa de la muerte de un hombre. Y, encima, se había quedado sin premio. Y, lo que era infinitamente peor, sin amigo. Sin galgo y sin cadena, la vida de Larry, era previsible, iría alcanzando, si era posible aún más, cotas más bajas de entusiasmo.
Sin embargo, se empezó a hacer, paradójicamente, más fácil, sorpresivamente, a partir de entonces. Por lo menos en un primer momento. Sin embargo cuando se dio cuenta de la trama que se había tejido alrededor de sí y de su amigo, las alternativas que se abrían eran la del cadalso o la de la degradación.

Capítulo undécimo.
Narrador.

La muerte de Fernández, durante mucho tiempo, estuvo envuelta en el misterio. El de la duda que suscita todo muerto prematuro, que no sabe nunca realmente si ha sido pasaportado a voluntad de otros, por muchas autopsias que se hagan, ya que hasta en la de un ahorcado se desconoce si no ha sido izado involuntariamente a su cadalso, en términos exactos. Cuando Larry se apercibió que era muy probable que su amigo hubiera abandonado voluntariamente la vida por una idea suya, sintió gran congoja. Aquel sábado santo cobró, en la población, tintes bastante realistas, hasta el punto de haberse cobrado a su Iscariote particular, de turno, o, al menos, eso fue lo que entendió el grupo mayoritario del pueblo llano.
Bien era cierto que desde el "pedaco" de la plaza del mercado, Benjamín, no había, como suele decirse, dado un paso a derechas. Pero, sobre todo, fue otro episodio- el que discurrió a la entrada del cine del pueblo-, lo que inició un proceso descendente, que, probablemente, lo condujo al suicidio.

Capítulo décimo segundo.
Narrador.


El relato de Larry versaba, un tanto descaradamente, de las consecuencias, repercusiones, efectos- como se quiera llamar-, de una ventosidad aparatosa de un paisano durante la visita del Gobernador Civil de una provincia- no especificada- a un pueblo, durante el franquismo. Al parecer, inspirador de los hechos que en la nuestra ocurrieron.


Por tal circunstancia, cuando Benjamín entró en el cinematógrafo aquella tarde, fue aclamado y ovacionado por la afición. El hecho, que en principio, no tenía, excesiva, a simple vista, importancia, repercutió de la manera que se dirá. No le gustó a Fernández tanta familiaridad, y tras un corte de mangas, abandonó la sala.
El episodio pasó a ser objeto de pábulo popular y general, y Fernández creía ver en cada gesto, en cada mirada, una burla por los hechos descritos del mercado y del cinematógrafo. Aquella tarde de jueves santo, contrariamente a las aficiones de Benjamín, su puerta, sonó como un trallazo en mitad de la calle. Fue entonces cuando Larry comprendió, por vez primera, que algo había dentro de su cabeza- la de Benjamín-, que no se correspondía con lo que hasta entonces era habitual en su persona.

Capítulo décimo-tercero.
Narrador.



Larry había estado inmerso en la composición de un escrito que quería presentar a un certamen literario local: que no era otro que la cabal historia de una ventosidad que podíamos calificar de irreverente. El relato narraba la peripecia de un personaje, que a través de una secuencia de hechos había logrado la inquina del paisanaje y el ostracismo poblacional subsecuente, por un pedo extemporáneo ante el Sr. Obispo. Sin ser demasiado consciente, tampoco se le escapaba en términos absolutos, el paralelismo entre la peripecia literaria y la que se estaba desarrollando allí; entre otras cosas, porque Larry era ajeno, prácticamente, a los aconteceres, sobre todo desde la muerte del abuelo, cotidianos del pueblo.

Fernández, que, en general se mostraba dicharachero con su amigo, guardó esta vez silencio sobre la duda que le asaltaba, sobre si aquellos gestos, que observaba, o creía observar, formaban parte de una conspiración de silencio o como fuera. El suicidio de Benjamín cayó en un primer momento como un mazazo para Larry. Sin embargo, y aprovechando los fastos del funeral, su popularidad empezó a crecer y la gente le hablaba y se empezó a mostrar solícita y cordial, como si por aquella muerte fuera un gran benefactor del pueblo. Atrás quedaban los años de soledad de los tiempos de la matanza del cochinillo.

Capítulo décimo cuarto.
Narrador.

Cuando murió Cristo, dicen, que hubo tormenta. El cielo se llenó de rayos, y la multitud, impresionada, coligió que en verdad se trataba del hijo de dios. Lo mismo ocurrió aquel domingo de resurrección. Larry asistió al acontecimiento en una casa de lenocinio, un burdel, un puticlub, que había en las inmediaciones del pueblo. Se asomó por la ventana y coligió, también, que realmente el último damnificado- su amigo- era hijo de dios, pues iguales truenos concurrieron al acto. A la vuelta, aquel lunes, de madrugada a casa, se desayunó con la noticia por la que su único amigo había aparecido colgado, pendiente de la rama de un almendro.

Texto agregado el 09-01-2024, y leído por 82 visitantes. (2 votos)


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