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El viaje
Rubén García García
Huí, sin decirle a nadie. Salí de la tierra agrietada, del aire
con sed. No me importó, pues a nadie extraño. Llegué a la
ciudad. Nada fácil fue ganarse la confianza de la gente que
sospecha hasta de las mismas paredes. Ayudante de velador,
barrendero, mozo, limpiador de oficinas y desde hace meses
me tienen en el archivo. Tengo un departamentito donde
paso las noches y, aunque está en el último piso, es mi cueva
que con lo que otros desechan, la he amueblado.
Desde hace meses, la inquietud me asalta. Me he percatado
que mi cueva se reduce. Los programas de la televisión que
me entretenían, ahora son indiferentes. Las canciones de
moda me aburren. Por accidente, escuché una estación de
Radio Universidad, me gustó, pero no pude soportar el violín,
sentí la necesidad de salir y caminar.
Por las noches, de regreso, hacía caminatas para
engordar mi cansancio. Me veía en los espejos de los grandes
almacenes: flaco, de bigote parado y orejas caídas. El aire
de las calles es voluble: humo de fritangas, olor de fábricas,
coladeras sin tapa. La brisa en mi depa me devolvía el vigor,
sólo era cuestión de abrir las ventanas y el viento de la noche
enriquecía el ambiente. Ahora, ha cambiado, ya no sucede y
tengo que respirar frecuente, porque el aire no me llena. Iba
de una ventana a otra; y de la otra, hasta la puerta. El sueño se
ausentó y para calmarme, necesité fumar, se me adosó tanto,
que si no tenía visible una cajetilla de cigarros frente a mí,
salía a buscarla, así fuese en la madrugada. Una noche, el
portero del edificio tocó al departamento, pues escuchó un
grito. Le dije que había sido yo, que tuve un mal sueño. Opté,
entonces, por dejar el radio prendido.
Para contrarrestar la somnolencia, abusé del café. Me
sentía bien una o dos horas, pero después sobrevenía la
fatiga. Un día, cuando compraba, la dependienta preguntó
si estaba enfermo, le dije que no. Me siento bien y doblé el
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brazo para enseñarle mi “conejo”, pero la verdad, era que no
rendía y hablaba sólo lo indispensable, dejé de ir a fiestas.
De vez en cuando, hacía ronda con Alberto, un amigo del
trabajo; ambos tomábamos el mismo autobús.
—Andas enamorado— me decía.
Yo movía la cabeza.
—Entonces, ya no te la jales mucho.
Se carcajeaba.
La sensación de caerme al vacío, el aleteo, y ese olor
a incienso, se hicieron frecuentes e insostenibles en mis
sueños: tenía pavor a cerrar los ojos. Fui con un médico y
después de una entrevista breve, recetó vitaminas, pastillas
para los nervios e inyecciones que odio desde pequeño. No
surtí la receta y confesé lo que me pasaba a mi compañero.
—Se te metió la tristeza, dicen que es el alma de una mujer
que anda en pena. Yo no sé si creas, pero sería bueno que
consultaras. Por mi pueblo, hay una mujer que cura. Mira, mi
tío Jacinto empezó a hablar en las noches y le dio por vagar
por el pueblo a deshoras. Vio médicos, curanderos y seguía
peor, hasta que alguien nos dijo de ella y no sé qué le haría,
pero el tío se curó. El lugar está lejos, pero vale, que te des
una vuelta.
Llevé lo indispensable. Casi un día de viaje para llegar
al pueblo de Sábila; y de allí, a pie, hasta divisar una loma y
sobre ella, una choza de tarros.
—No puedes equivocarte, pues afuera está un nogal tan
viejo que del tronco le han salido barbas y bajo el árbol habrá
una pila de gente que espera. Llévate una manta por si tienes
que pasar la noche a la intemperie.
Sábila es un pueblo viejo, con calles empedradas y una
iglesia hecha de cantera y cal. Aún, se escucha el sonido
de los cascos de los caballos y el rechinido de las carretas.
Los vientos que bajan de los cerros traen olor a piedra y a
tierra cuando cosechan la papa. Del pueblo hasta la choza,
hay media hora yéndose a pie. El camino es monótono, sólo
crecen zacatillos. A mi lado, viaja gente de diferentes partes,
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hablan tan bien de la curandera, que me veo sorprendido
y un olor a fe se tumbó en mi alma. En el cielo graznaban
algunos patos y soplaba un vientecillo frío y molesto.
Desde mi inconsciencia, soportando el peso de la tierra,
la recuerdo con su mechón de pelos en la mejilla. Mientras
trajinaba seleccionando sus hierbas, la luz de la luna caía
sobre un árbol desramado. Me atendió cuando todos se
habían ido. La vieja cubrió mi cuerpo con hojas y raíces. El
humo de aromas adormeció mi vigilia. Cuando desperté, el
sol era intenso, pero mi alma sentía el frescor de la menta. Me
dio la botella.
—Sólo tomarás cinco cucharadas por la noche, y ni una
gota más. Vuelvo a verte en una semana.
Un viaje que había sido tan fatigante me hizo decidir
que era mejor quedarme en aquel pueblito. Renté un cuarto
amplio y ventilado. Los tres primeros días seguí con fidelidad
su prescripción.
Vivía en la noche otra vida, cuántas veces percibí la
fragancia de los sándalos, el color aduraznado de la luna que
me llenaba de vitalidad y me hacía cantar como si la melodía
hubiese nacido en mi garganta. Tenía otros ojos. No sabía
cómo, pero me divisaba en una procesión de fe, llevaba en las
manos una vela y una rosa. Aquella rosa me hacía recordar
mis amores tristes, esos donde pones toda tu intensidad y
que al doblar la esquina, ella se retira, abrazada de otro calor.
Los cantos de las gentes daban paz a mi oído; y a la luz
de las velas y el hincar de los pasos, la noche parecía abrirse
y guiarnos hasta una pequeña loma donde se levantaba
un santuario, abrazado por altísimas palmeras. Cuando
llegábamos, bajamos la testa, pero pude en un instante
divisar a la sacerdotisa. Sus ojos oscuros y tibios de luz al
mismo tiempo. El rostro se perfilaba a través de la gasa, que
la cubría hasta sus rodillas, un rostro pequeño que invitaba
al deseo de mirarla. Fueron pasando uno por uno, al frente y
se percibían su voz y una discreta voz, y sucede que al estar
frente a ella, yo despertaba. Despertaba en el sueño y volvía a
otro acomodo para seguir ensoñando y continuar. Lento muy
lento, avanzaba en mi deseo de mirarla. Un sueño repetido no
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sé cuantas veces, pero sentía que el tiempo pasaba presuroso,
como un rio que no se detiene. Mi pelo se hacía largo, y la
barba se poblaba.
Por las mañanas, recorría los caminos o divisaba las cabras
cuando trotaban y formaban selvas de polvo y silencio. Comía
vorazmente. Para un estómago lleno, seguía el bostezo;
luego, el sueño y me acurrucaba en la cama dispuesto a viajar.
Esa vez, el sueño se quedó muy lejos de mi deseo.
Me senté. Con las palmas de mis manos oculté mi cara,
pidiendo que llegase el sueño. No deseaba mirar la claridad y
entreabrí lento los dedos de las manos y empecé a contar lo
que en ese momento se pudiera contar. Cada vez que iniciaba
otra cuenta, me iba envolviendo un remolino que adelgazaba
el aire y me producía hipos de asfixia. Sin pensarlo, tomé la
botella y más de un trago generoso bajó a mis entrañas. En la
profundidad del sueño volví a verme.
Ella me llevó a su choza, hizo que me acostará y llenó de
suspiros y humedades cada milímetro de mi piel, su olor de
vida, su voz de silencio, me transformó. Mi alma fue una
danza que remedó vientos, vaivenes de hojas y la noche
profundamente estrellada fue el escenario de mi gloria y
felicidad.
Afuera de mí, escuché rezos, plegarías que, seguramente,
olían a corolas. No me importaba. Vivía un siglo con ella y
zarandeamos a la montaña con nuestros juegos, el placer
interminable de irla recorriendo con mis labios, con mi vida.
Después, el alma desfallecía como el agua de un estanque que
espera. Pasaron muchos años, recorrimos cientos de paisajes
y a una sonrisa siempre seguía otra: forjamos un paisaje de
agua y flores.
Las buenas gentes del pueblo me encontraron dormido,
tal vez moribundo o, quizá, en su apreciación sin vida. Mí
inconsciencia recuerda los rezos, el vientecillo de cera y
rosas. Escucho el aleteo de los patos, se sienten tan cerca, que
pareciera que vuelo con ellos. Por más que abro los ojos, sólo
percibo neblinas. ¡Me llevan! Camino con los cantos, palpo
mi cara y el olor del cedro me apabulla, es como si estuviese
dentro de un gran árbol. Golpeo con furia la tabla, pero no
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me hago atender y no escuchan y es que los patos no dejan
de pasar, es una bandada gigante que anuncia a todos un
invierno atroz.

Texto agregado el 05-04-2024, y leído por 120 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
11-04-2024 Este es un cuento diferente, atrapante. Saludos. ome
06-04-2024 Maravilloso! Si supieras lo mucho que lo disfruté… 5* MujerDiosa_siempre
 
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