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JORGE HA MUERTO

“No vengas nunca más al hospital
Son tus visitas, las que me hacen mal.
Si son amigos, no quiero hablar
De cosas que amo, y me hacen odiar...”
Los Pettinellis


Andrea sabe mejor que nadie que Jorge ha muerto. El mismo solicitaba su presencia aquellas tardes de su lenta agonía. No puede dejar de ver los elementos que forman esta realidad como algo que extrae de su alma morbosos pensamientos, que según ella habitan potencialmente en cada ser humano, y que van más allá de la interminable lista de rituales sociales establecidos por siglos de hipocresía.
Un ejemplo de esto es la burlesca risa nace de sus labios cuando las personas dicen últimos días de vida, refiriéndose a los momentos finales de aquel ser que ya no está, tal si fuese inevitable la necesidad de alimentar esos recuerdos que en situaciones normales la mente tiende a desvanecer, pero que ahora, ennoblecidos por la muerte, adquieren el título de inquebrantables. Jamás ha mostrado interés por los comentarios que brotan en su honor, cuando habla de esos instantes como Primeros momentos de muerte, sobre todo en el caso de Jorge, víctima de un fulminante cáncer, que en un principio resumió sus casi dos metros y ciento diez kilos a una silla de ruedas y que después lo postró a una miserable cama de plaza y media.
Porqué no fueron capaces de decirle la verdad, se pregunta Andrea una y otra vez, indagando la respuesta en los ennegrecidos pasadizos de su memoria. Porqué andaban lloriqueando por los rincones de la casa, en vez de aprovechar aquellas horas en que la única distracción de Jorge consistía en impregnar su mirada en el techo. Pero Norma insistió tanto en prohibírselo a todo el mundo, que a la larga fue imposible lograr un minuto a solas con él. Mala suerte.

“Lo siento Jorge, pero me veo en la obligación de decirte que lo del tumor es mentira. Lo tuyo es un cáncer en tus vértebras y de un momento a otro estirarás la pata (de hecho ya traspasaste el tiempo que en secreto te dieron los médicos). No te preocupes por los detalles, pues tus padres y tíos hicieron los correspondientes arreglos en el cementerio y ayer compraron el féretro en que tu desvalido cuerpo se pudrirá. No te hagas la idea que los dolores van a ceder, muy por el contrario, irán incrementándose como una fiebre maldita que te hará emitir animalescos alaridos de dolor. Nadie, ni siquiera Norma con sus ridículas recetas caseras podrá aliviarte el peso de esta enfermedad, claro, sólo hasta que seas drogado y tu conciencia se desvanezca para siempre en la oscuridad infinita de tu ser. ¿Qué es lo que sientes, ahora que lo sabes? ¿puedes describirlo? Déjame ver en tus ojos la resignación, esa débil luz de esperanza que guardabas, permíteme verla desaparecer”
Jorge ha muerto y su cuerpo ha sido ya sepultado. Andrea pudo confirmar la certeza de aquella tan popular frase que dice que el difunto descansa en paz, pues en su rostro inerte no distinguió la menor señal del paro respiratorio que se encargó de ponerle al asunto su punto final y que destrozó los dedos de Norma al tratar de abrirle la boca para que así lograse respirar. Incluso una leve sonrisa le pareció ver en sus labios pintados con colorete. Es una lástima que se hayan encargado de armar el velorio exactamente como el jamás lo hubiese deseado.
Jorge detestaba las simbologías religiosas. Para nadie fue secreto que dedicó sus mejores años al estudio y a la adoración de ciencias que colmaban su semblante de una perversidad inexpresable. Tampoco le gustaban los arreglos florales, mucho menos la duplicidad de esos parientes de los que no se tiene noticias por años y que aparecen sólo en ocasiones como esta, tal si el olor de la muerte los llamase a imponer su aspecto indeseable. Esos que en vez de apoyar a los afligidos padres, pasan a ser una preocupación más, pues como vienen de lejos, hay que ofrecerles una taza de té, dejar

de lado el dolor y mostrar interés por el pasar de sus vidas. Carcamales con lustrosos ternos pasados a naftalina, con esas antiguas gafas foto cromáticas que cubren su rostro como un antifaz y bañados en esos baratos perfumes, que con sus murmuradas plegarias, dejan como resultado una jaqueca colectiva de la que nadie se puede escapar.
Pero el dolor no sólo es perceptible en los rostros y miradas de los que quedaron vivos para presenciar esta triste escena. Puede distinguirse en cada uno de los rincones que crean el entorno de la casa que Andrea no ha querido abandonar hasta que su espíritu tome la decisión de asumir el peso de saber que Jorge ya no está. Mudo testigo de todo, la casa proporciona un denso ambiente que permite sólo el ingreso de unas débiles luces que imparte el atardecer y de las voces y cuchicheos de quienes se quedaron a acompañar a Norma. Un entorno enrarecido por la fermentación de las flores de las coronas y que hizo que todos, menos Andrea saliesen al patio a renovar el aire de sus pulmones.
A pesar de estar en su lugar de costumbre, los muebles irradian una densa tristeza y forman abominables sombras que reptan por las paredes hasta desvanecerse en sí mismas en el techo. Una paz tal vez demasiado peligrosa, un instante de diabólica quietud que repentinamente se ve amenazado por la estridente campanilla del teléfono.
Agudo, insistente, burlesco. El teléfono grita, interrumpiendo sin piedad los oscuros pensamientos de Andrea. Una, dos, tres, cinco, diez veces, el teléfono insiste y da la impresión de hacerlo cada vez más fuerza, como el desgarrador llanto de un recién nacido abandonado en un basurero.
El teléfono, el teléfono, el teléfono, suena, suena y suena, dejando tras cada llamado una esquela de la aguda campanilla propia de los aparatos antiguos. Andrea pierde el control y sin pensarlo demasiado sale al encuentro de aquel ruido que descompone su paciencia. Toma el pasillo y alcanza a ver las cruces invertidas con que jorge decoraba las paredes de su dormitorio y que en su honor, Norma se ha negado a

quitar. Al entrar al living puede percatarse que las hojas de la madreselva están marchitas.
Sin dar cabida a la idea que nadie se haya tomado el trabajo de contestar, Andrea se para frente al incansable aparato y lo observa. Espera un llamado más y coge finalmente el auricular, ahogando el último sonido en la mitad de su desarrollo.

- Aló. - dice con un tono lleno de inseguridad.
- Aló. - repite sin obtener respuesta.
- Aló.- insiste con la voz más elevada, invitando al otro emisor a identificarse.
- Por última vez... ¡¿Aló?!

Andrea siente que su corazón deja de latir, que su piel se eriza y que su boca queda abierta en un agarrotado aullido de terror. Un doloroso estremecimiento comprime sus entrañas y pierde la facultad de respirar. Es una voz abominable que para siempre quedará grabada en su conciencia, una voz que a pesar de sonarle familiar, no le permitirá volverse a dormir con las luces apagadas.

- ¡Alo!, ¿quién es?
- ¡El Demonio!






Autor: Pablo Vásquez Donaire

Texto agregado el 26-06-2003, y leído por 422 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
28-10-2004 bueno, bueno, bueno, nada mas que decir que sigas escribiendo no mas.besos halley
01-07-2003 un buen cuento, que se deja llevar en el proceso, por lo incierto, ese aire lúgubre y potentes imágenes como "los muebles irradian una densa tristeza y forman abominables sombras que reptan por las paredes hasta desvanecerse en sí mismas en el techo". Me quedo con el desarrollo, no así con su final, muy sacado de la chistera del mago... casi puesto con fórceps...no me calza con el resto de la narración. Felicitaciones, Pablo. Sigue así!!! Katzle Cartagena katzle
28-06-2003 Muy bien elaborada tu historia, genial, me encantan esos detalles que vas elaborando... un abrazo enorme... La_Pachamama
27-06-2003 Final inesperado. Bueno chanti
26-06-2003 Es regular la calidad del contenido que ofreces. Puedes darle mayor enfasis al detallar los instantes que quieres subrayar con mucha importancia. Espero uno que si me cause emocion. Pio_Balerdi
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