Allí estoy en el aeropuerto, escondida detrás de lirios blancos, azules, amarillos, con los ojos cerrados en la puerta de llegadas. Tu vuelo acaba de aterrizar y no quiero verte antes de que me veas, de que te acerces por la espalda y me acoses con tus abrazos. Sonrío imaginando tu cara al verme. La gente debe creer que estoy un poco loca. No me extraña: yo pensaría lo mismo de una Venus escondida entre las flores. De hecho, yo también empiezo a pensar que esto muy normal no es, pero no tanto como la gente. De hecho me estoy controlando. Lo que de verdad me gustaría hacer es esperarte con una margarita en cada pecho y una gardenia en el sexo, para que me deshojes, para que me tumbes ante la puerta de legadas y me hagas el amor salvajemente, sin decirme siquiera que me quieres. Y que nos pasásemos así nueve meses, lo justo para que naciese nuestro bebito, en el aeropuerto, entre oleadas de europeos y japoneses que vienen a pasar sus vacaciones a mi isla. No sé si será lo mejor. Si lo queremos tanto como el uno al otro, probablemente tenga algún día un apartamento en París, dónde llevaría a millones de amantes, a los que abandonaría porque nunca le llenaron, porque nada puede llenarle esas ganas locas de amar. Después de todo, fue concebido durante 9 meses en un aeropuerto internacional.
Estoy pensando en sus pobres amantes abandonados cuando me cojes por la espalda. Me has asustado. Me das un abrazo que me parece muy corto. Me das un beso que me parece más corto. Me miras con unos ojos tiernos que hoy me parecen poco tiernos. Te odio. No me comprendes. Nunca me vas a dar todo el amor que necesito. Y esbozo la sonrisa más sonrisa sobre toda la faz del aeropuerto. De todas maneras no me importa que no me entiendas. Me tienes conquistada. Desconcertada porque aún no he entendido cómo puede el resto de mujeres del mundo pasar a tu lado sin abalanzarse sobre tí, sin esperarte en el aeropuerto con un par de margaritas y una gardenia en el sexo, para que las desflores, deshojes, desvirges y les des un millón de hijos que viven en buhardillas sobre París.
A pesar de tu sonrisa, de tus manos calientes, de tu sexo que adivino engrandecido, te sigo odiando, porque no has venido desnudo, desde el avión, gritando mi nombre. Pero tampoco me importa odiarte. Sé que tu también me odias porque sabes que llevo ropa bajo el abrigo y porque sabes que nunca te dejaría hacerme el amor en un aeropuerto durante nueve meses. Te amo.
Más vale que por hoy olvidemos al hijo amante parisino. Tu madre espera en el coche, y también tiene ganas de verte.
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