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Nunca me han gustado esas tardes de domingo en casa de mis suegros, especialmente este domingo de agosto en que la lluvia confunde más mis ya saturados pensamientos. Pero los apenados ojos de Paolita y la molestia manifestada por Violeta terminan por desvanecer la sagrada intención de quedarme solo, ni siquiera la proposición de ir a buscarles cuando decline la tarde me presta utilidad, por lo que finalmente me veo obligado a acompañarles.
Pero no es la necesidad de sumergirme en las profundidades de la soledad, ni el deseo de poner mi alma en reposo lo que espiritualmente me lía a quedarme, es más bien concebir el momento para concretar lo que las dos noches de insomnio me han llevado a determinar. Quitarme la vida.
Si. Independiente a lo que Usted pueda pensar, hablo de una decisión irrevocable, pues a pesar de las miles de veces que la voz de mi interior ha luchado por mostrarme la bendición de tener una excelente esposa y una hermosa hija, no posee mi alma la suficiencia espiritual como para cargar en sus endebles hombros el abominable peso de haber quedado cesante, dejando en el baúl de los inútiles recuerdos las alentadoras palabras de Violeta y la humillante apelación que hice por conservar mi puesto de trabajo, ese absurdo conducto regular que me llevó a la misma oficina del Señor Retamales y que solo dejó en mi boca el amargo sabor de haber sido mirado como un insecto despreciado.
Siempre pensé que mi trabajo era el más agotador y mal remunerado, pero una vez más me equivoqué. No hay puesto más pesado y mal pagado que el de cesante, ese estado que lo hace a uno actuar con humildad frente a los demás y prolongar las miradas en busca de alguna potencial novedad. Porque la vida ya no consiste en mantener y adaptar al “Yo mismo”, no señor. De un momento a otro llegará el instante en que Paolita necesitará alimentarse y en que Violeta me advertirá del promisorio corte de luz y agua, además de las inevitables rondas del dueño de la casa exigiendo la pronta cancelación del mes de arriendo, que en unos días más se fusionará con el siguiente. Voces a las que tendré que responder y que no aceptarán plazos ni razonamiento alguno.
Con toda esta mezcla de pensamientos cruelmente revoloteando en mi cabeza, voy por Avenida Agrícola, tomado de la pequeña y frágil mano de Paolita, que a duras penas puede esquivar las pozas, que para mí son fáciles de evitar, pero que representan inmensos obstáculos a sus cortas e inexpertas piernas de niña. Dos pasos más adelante, con semblante de preocupación va Violeta. Ya casi estamos llegando a la intersección con Vicuña Mackenna. Saco la billetera, sin dejar de pensar en lo que será sacar uno de los últimos especímenes de mil pesos que quedan del miserable finiquito que el Ministerio de bienes Nacionales entregó a mis poco valorados servicios de Tipografía.
- ¿Qué haces? – Pregunta Violeta. Saliedo momentáneamente del estado de autismo que le caracteriza desde que salimos de la casa.
- Bueno, me imagino que las micros se pagan.
- No va a ser necesario, La Alba nos va a pasar a buscar en su auto.
- ¿También va a ir?
- Si ¿Te molesta que vaya?
- Por supuesto que no, muy por el contrario.

No obstante, a mitad del trayecto, al pensar en lo interminable que será el completo desarrollo de la tarde, empiezo a sacar conclusiones que de alguna forma me ayudan a establecer, que este viaje puede darme la mejor de las posibilidades de concretar lo que tanto anhelo, una verdadera oportunidad que se abre a mis ojos, que de hecho, elimina casi por completo el riesgo de fallar.
Pero cómo no se me ocurrió antes, mi suegro había sido Suboficial de Ejército, por lo que seguramente guarda un revólver. Es posible que lo guarde en el ropero, pero teniendo en cuenta el peligroso sector y lo obsesionado que siempre se ha mostrado por la seguridad de su hogar, deja casi por hecho que está en el velador.

Luego de haber degustado la deliciosa cazuela de ave, que con tanto esfuerzo, cariño y dedicación preparó mi suegra, la tertulia empieza, yo ejerzo una notable simulación de interés por los temas que se analizan, que no muestran diferencia alguna con todas las conversaciones de domingo por la tarde, cuyos únicos propósitos pareciesen ser generar irresistibles deseos de ir a dormir una siesta.

- Oiga, ¿Así que se quedó sin trabajo? – Pregunta mi suegro, despertándome en la realidad que por un instante abandoné y dejándome desnudo a las miradas de los demás.
- Así es, Don Adrián.
- ¡Por la chita, oiga! ¿Y qué va a hacer?
- No se preocupe, la verdad es que tengo varias ofertas y posibilidades de emplearme de nuevo.
- Ah, macanudo entonces, pues ¡Salud! – Responde el viejo levantando su copa.

Desconozco sinceramente cuál es la motivación que me ha llevado a mentir. Interiormente ya estoy en el proceso de selección del más adecuado momento para iniciar las gestiones necesarias para pararme de la mesa. Es imprescindible, como requisito, una momentánea ausencia de Paolita, deseo que milagrosamente se me concede cuando la pequeña se acerca para hacerme una exquisita solicitud de permiso para ir a comprar golosinas, pero que choca contra la imperativa voz de Violeta, que menciona la lluvia como un factor que imposibilita la sola idea se salir y que alimenta con la amenaza de un potencial estado gripal y de las consecuencias que este traería a estas alturas del año en su desarrollo escolar. Sin embargo, a fin de defender la posibilidad que tan gentilmente el destino me ha regalado, magistralmente argumento variables que entregan una perfecta descripción de lo insoportable que debe ser el soportar una conversación que no se entiende, ganando a mi favor, la influenciable adhesión de alba y mis suegros. Mi esposa termina por conceder el permiso, sin antes tapar a la niña de advertencias de mojarse lo menos posible, a lo que mi suegra propone la administración de dos tabletas de vitamina C en cuanto vuelva, logrando una total conformidad en Violeta, la efusiva alegría de Paolita y la promesa de una interesante conversación entre adultos.
Ya es momento de pensar en la siguiente etapa, la que dejo momentáneamente suspendida, al verme en la espontánea necesidad de proporcionarle a mi hija un abrazo de despedida. La aprieto, quizás con fuerza, quizás demasiado delatador a los demás ojos que perplejos observan la escena. No puedo evitar el estremecimiento de todos mis sentidos al sentir su indefensa estructura física, la fresca suavidad de su piel, el delicioso aroma de su cabello rizado y el latido de su corazón en mi pecho. El tiempo se detiene en una indescriptible eternidad que llena de lágrimas mis ojos. Recuerdo el día en que nació, la primera vez que estuvo en mis brazos, sus primeros pasos, todas aquellas noches en que me desvelé por los pasillos de la casa entonando “Penélope, con su bolso de piel marrón y sus zapatitos de tacón y su vestido de domingo...”, haciendo inútiles esfuerzos para que durmiese. Tantas cosas, tantos recuerdos que me debilitan al punto de querer estallar en un demencial grito de dolor. Me siento como un verdadero hijo de puta que le niega a su niña el derecho de tener un Padre, pero es demasiado tarde para dar un paso atrás, he traspasado la gigantesca línea de la duda y del remordimiento, esa línea que desde el otro lado no da lugar a este tipo de sentimentalismos llenos de fe y esperanza, traidoras sensaciones, que no representan más que una sucia maniobra de mi subconsciente por mantenerme en esta vida llena de adversidades y que ponen en duda el divino origen del alma humana.
El abrazo ha tomado tiempo suficiente como para despertar sospechas, por lo que contra toda voluntad espiritual, dejo de respirar, me concentro a fin de estancar las lágrimas que empañan mi sentido de la visión y dejo finalmente a Paolita en libertad para irse de mis brazos para siempre.
Debo ahora buscar en el océano de ideas que hay en mi mente de una buena excusa para ir al dormitorio, el deseo de sacar algo de mi chaqueta, hacer uso del aparato telefónico, cualquier cosa, pero rápido, pues no es demasiado el tiempo que tengo a mi favor. No logro dejar de ver a mi hija chapoteando en las húmedas aceras, muy lejos de saber qué es lo que su Papá está planeando. Estudio la factibilidad de pararme e ir corriendo al dormitorio y al velador, lo que no les daría tiempo de reaccionar. Pero es descabellado el solo pensarlo. Al parecer la mejor idea es la de la chaqueta que reposa a lo largo de una de las camas, pero ¿Qué diré?, si todo está acá, los cigarrillos, las llaves, la billetera, todo, ¿Qué digo?. Piensa, tiene que haber una solución, cómo no voy a encontrar una justificación que permita ponerme de pie. Miro al el baño y los dos metros de distancia que lo separa del Dormitorio y “veo la luz”. Es tan simple como ponerme de pie y argumentar deseos de ir al baño, algo tan común, tan natural, cómo pude haber sido tan idiota, cómo no se me ocurrió lo más fácil, es la excusa perfecta que me desligará del Living, de la mesa y de la conversación. Mis oídos ya no escuchan las voces, entre ellas, la de mi suegra, que me reiteradamente me pide, que como en los viejos tiempos tome la guitarra y cante “Por una cabeza” , Pero para mí son sólo murmullos que forman una masa sonora informe, cuyos ecos atraviesan de un extremo a otro mi cerebro y que me recuerdan cada segundo el avance del reloj. El baño, ir al baño, las palabras que me dejarán como único dueño de mi destino predestinado a morir, necesito desesperadamente el fin, el fin que me liberará de la horrible sensación de ansiedad que me atormenta y que cada cosa, cada olor, cada recuerdo y cada pensamiento genera el vértigo de ver mi vida desvanecerse ante el peso de soñar y despertar en una realidad llena de excusas, rostros cínicos y promesas vacías.

Todo ha resultado según mis hipótesis y suposiciones. La solicitud de permiso para ir al baño no ha despertado ni la sombra de una sospecha. Tomo la cocina y veo un nuevo elemento que llena mi pecho de emoción. La bolsa plástica encima del lavaplatos. Cómo puede ser, que a pesar de los inesperados obstáculos que han salido a mi camino, las cosas puedan estar saliéndome tan bien, como si los hilos de la fortuna hubiesen sido forjados para satisfacer los designios de mi voluntad. Envolveré mi cabeza con la bolsa y evitaré de esa forma el inevitable esparcimiento de materia gris, cráneo resquebrajado y sangre en la pared, disminuyendo notablemente el porcentaje de impacto a los que vendrán a buscarme después de oír el disparo.
Giro sobre mis talones, devuelvo cautelosamente una mirada hacia el comedor para percatarme que no hay ojos que me miran, por lo que, como acto seguido, sobre la punta de mis zapatos giro bruscamente al dormitorio, logrando todo un éxito, pues las voces siguen en su constante emisión. Me siento en el piso y proporciono una buena dosis de oxígeno a mis pulmones, reduciendo segundo a segundo el latido de mi convulsionado corazón.
Haciendo un sobrehumano esfuerzo por no emitir sonido alguno, me pongo lentamente de pie y empiezo a deslizarme en dirección al velador, decenas de dedos me apuntan, acusándome de cobarde frente a un público imaginario. Me detengo a fin de darle tiempo a mis sentidos de captar potenciales pasos que puedan venir a sorprenderme. Nada, doy tres segundos más de plazo y tomo la manilla para prudentemente abrir el cajón, pero hasta acá llegan mis ganas, está cerrado y recuerdo la pequeña llave que había en el manojo que don Adrián manejaba cuando nos fue a abrir la reja de entrada. Pero no todo está perdido, pues independientemente a las horas que han transcurrido en mi cabeza, no han sido más de unos instantes los que han pasado desde que me paré de la mesa, tengo tiempo para pensar.
Medito la posibilidad de tratar de abrir la cerradura con una de mis llaves, pero quedaron en el living. Ridículo es perder más tiempo en la idea de ir a buscarlas.

- Permiso, suegro, vengo a buscar mis llaves. Lo que pasa es que necesito abrir su cajón para sacarle la pistola y matarme...¡Gracias suegrito!

Otra salida es tratar de forzar de alguna forma el cajón, seguramente no es una cerradura que aguante demasiada presión, lo más probable es que ceda al primer intento. Absurdo, haría demasiado ruido. Qué lindo para Paolita sería saber con los años que su Papá fue una vez sorprendido por su abuelo tratando de robarle dinero de su velador. Lo que tengo que hacer es darme la oportunidad de dejar de pensar estupideces y darle cinco segundos a una verdadera meditación. A ver, hay un punto que no he analizado. La segura existencia de otra llave. ¿Dónde está? Debo pensar, pero no con mi propia mentalidad, debo hacerlo como si yo mismo fuese el viejo. Si tuviese otra llave ¿Dónde la guardaría? Obviamente en un lugar que nunca se escapase de los archivos de mi memoria. Ya se, la guardaría...¡Encima del ropero!
Deslizo suavemente mi mano – Llenándose de polvo - en la base superior del inmenso mueble y cuando palpo entre mis dedos una pequeña llave, siento un inexplicable orgullo por el natural don que poseo y que sin saber antes de su existencia, se me ha manifestado divinamente en este lugar, orgullo que llega al límite de lo establecido, al penetrar la limpiamente llave en la cerradura.
Un ansiado alivio se apodera de mi cuerpo, ya está todo listo, la odisea ha terminado a mi favor, sólo falta lo más fácil. Saco la bolsa plástica, que comprimidamente arrugada aguarda en uno de mis bolsillos, procedo a envolver mi cabeza, limitando al máximo la exhalación de mis narices, bloqueando mis ojos, pero dejándome una visión lo suficientemente apta como para trajinar en las profundidades del cajón. Introduzco la mano y empiezo a explorar. Nada por aquí, nada por acá y todo se me va a la misma mierda. No hay nada en el cajón más que recibos de luz, tornillos, un par de pilas doble A, un guatero y una cuchara. El tan ansiado revólver no está. El mundo se me viene encima, los dedos que hace unos momentos me acusaban, son ahora miles de grotescas risas que groseramente se burlan estridentemente de mí, risas que vienen desde tiempos, lugares y espacios remotamente perdidos de cualquier conciencia humana y que refriegan por mi rostro mi condición de desempleado. Lo que tan bien me había salido, el inesperado orgullo que sentí de mí mismo al encontrar la llave, todo se ve ahora traducido a una incontenible y horrorosa frustración. Siento una enorme confusión, la duda de no saber si reírme junto a las imaginarias risas de mi cabeza o llorar interminables mares de locura. Pero ni siquiera tengo tiempo para decidir eso, desde el living, percibo los pasos de Violeta que vienen a buscarme, al mismo tiempo que la puerta de entrada se abre para permitir el ingreso de Paolita que ha vuelto desde la lluvia que no ha dejado desde la madrugada.

- ¿Qué estás haciendo acá? Pensé que estabas en el baño. ¿Qué haces con esa bolsa en la cabeza?
- Nada reina, solo estaba preparando una broma para la niña...

Lo que ha sido el resto de la tarde, ha pasado totalmente inadvertido a mi existencia, ni siquiera soy capaz de recordar el momento en que salimos de la casa y nos despedimos de los viejos, tampoco siento interés por saber cuál será la reacción de mi suegro al ver el cajón de su velador abierto. Solo sé que ahora estoy en el Subaru 600 de Alba, que gentilmente nos trae de vuelta, no puedo dejar de imaginarme a Paolita pidiendo limosnas en las calles o en la locomoción colectiva, a Violeta lavando ropa ajena y a mí robando comida en los supermercados, pensamientos que una vez más colapsan de lágrimas mis ojos y que desvanecen mi concepto de la realidad y la fantasía.
Pero como los hechos de este lluvioso día han sido concebidos gracias a los misteriosos engendros de la meditación, no puedo dejar de pensar, que si bien esta vez fallé, habrán otras oportunidades quizás no tan buenas, pero si diferentes. Es tan sencillo, como esperar un momento en que mi hija esté en la escuela y que Violeta salga a comprar para salir rápidamente, tomar una locomoción que me lleve hasta Pirque y lanzarme al vacío desde el Puente San Ramón, o quizás engullir un frasco completo de barbitúricos, en fin, cualquier cosa por ponerle a todo esto un verdadero final lo antes posible.
De pronto, desde un desconocido rincón de mi alma, viene a mi cabeza la figura de Dios, figura que durante toda mi vida he desechado en los abismos del desprecio y el olvido. El vehículo ha llegado al punto desde donde nos recogió en la mañana, cuando de los labios de Alba nacen esas palabras que para siempre sonarán en mí.

- Miren, ha dejado de llover, la primavera está llegando...

Y así es. En el majestuoso fondo de la imponente Cordillera de Los Andes pueden vislumbrarse los emergentes rayos de un Sol que resucita de las plomizas nubes que se retiran hacia el sur. Vivos luces que cobijan cada rincón de la montaña con bellos azules, las calles de púrpura y el cielo de amarillos e incandescentes tonos rojizos, como los vapores de un barco distante que se pierde en el horizonte de la nostalgia. Si, está renaciendo la belleza del crepúsculo que maravillosamente brilla en todo su esplendor. Es en este momento cuando, desde el fondo de mis pesimistas visiones brotan los recuerdos de esas tardes en que, acompañado por el ritmo de mi guitarra, interpretaba esas canciones que tanto gustaban a Violeta cuando pololeábamos, recuerdos, que junto a esta primavera que nace, hacen florecer en mi cabeza estos pensamientos que clarifican mi vida y que la llenan fe en Dios, en la vida y en mi mismo.

- Pero si yo canto y toco la guitarra...

Pero cómo ha sido posible que se me haya olvidado que sé cantar y tocar la guitarra, ese arte que tanto tiempo dediqué desde niño y que siempre hice con tanto amor. Si, el canto y la guitarra que abren una luz de real esperanza en el fondo del oscuro camino que he recorrido estas semanas, luz que genera en mí, unas irresisitibles ganas de torcerle la mano al destino y mandar a decirle al Señor Retamales que puede meterse su trabajo por el culo. Puedo también acordarme del departamento que mi suegro arrienda al lado de su casa y que si mal no recuerdo está ahora desocupado. ¿Qué es lo que ha pasado conmigo? ¿Qué hubiese sido de Paolita y de Violeta si efectivamente el revólver hubiese estado en el cajón?, No lo sé, tampoco creo que valga la pena pensarlo, lo que realmente es importante ahora, es que la Primavera ha llegado y que mañana, a pesar de todas las adversidades, será otro día.

Ya estamos caminando hacia la que pronto dejará de ser nuestra casa. Veo, que en su brazo derecho, Violeta trae estrujado la sección de avisos económicos de El Mercurio, que disimuladamente pidió a su Madre. No puedo contener el impulso de arrebatárselo y botarlo al depósito de basura más cercano, provocando en sus ojos una mirada, que sin la necesidad de palabras exige una pronta explicación.
Tomo su mano en la mía y le entrego una sincera sonrisa que le invita a dejar las preocupaciones para otro momento y a disfrutar la finalización de este invierno. Producto de la humedad que la ausente lluvia ha dejado, nace de la tierra un delicioso aroma a vida, un aire demasiado puro que marca los contornos y realza los colores de todo cuánto nos rodea. Adelante, jugueteando en las pozas de agua, está Paolita. Siento la necesidad de pedirle perdón, pero es aun demasiado pequeña para poder comprender. Algún día, cuando la madurez se halla establecido en su personalidad, se lo contaré, a mi niñita hermosa, a mi princesa, a ella, que es el centro de esta Primavera que ha llegado, no sólo al mundo, sino que también a mi vida.

Texto agregado el 10-07-2003, y leído por 376 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-07-2003 qué emotica historia, llena de sensaciones, del drama al humor, pasando por el dolor, el recuerdo, la rabia, el absurdo y la esperanza. Cómo un hombre, con familia pero cesante, se ve conducido al suicidio, y en qué momento, cuando más ama (notable escena de despedida unilateral con su niña), en la casa de sus suegros, buscando un arma, pero son tantos los inconvenientes que termina postergando el trágico final. Habrá otra oportunidad, pero la voz y mirada de su hija le dicen que no, aunque no sepa de qué está hablando, donde la guitarra será el arma para salir de ese fiasco llamado frustración. Felicitaciones Pablo. Katzle. katzle
 
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